Que nuestros primeros 7 segundos sean delicados

La información que ofrece el cuerpo antes de que abramos la boca es relevante. Dicen las neurociencias que bastan 7 segundos para que nos formemos una primera impresión de alguien y que tan sólo necesitamos 30 para que poder comunicar un mensaje y, si fuera necesario, reconducir esa primera impresión. En 30 segundos pocas palabras se pueden pronunciar. Quizá se deba a que nuestro cerebro fue mudo durante millones de años, nuestros ancestros fueron seres con capacidades de comunicación basadas en otros lenguajes. Éramos sensibles a la belleza, cuidábamos de nuestros mayores y enterrábamos a nuestros muertos antes de que nuestra garganta estuviera preparada para decir “yo soy”. En realidad no necesitamos pruebas científicas para saber que la información que utilizamos para situarnos en el mundo procede de nuestros sentidos, de la intuición, la experiencia acumulada, factores externos… que percibimos todos estos “datos” de forma casi instantánea y que la palabra llega después. Primero nos duele y luego decimos ¡Ay!.
7 segundos, 30 segundos, nuestro cerebro es capaz de asimilar la información necesaria para nuestra supervivencia en esa minúscula fracción de tiempo en la que la vista se pone en acción. Dicen que es ella la que va por delante de nuestros sentidos, aunque yo defiendo el tacto como el primer y último sentido que no sitúa en el mundo. Lo que es innegable es que a partir de lo que ven nuestros ojos creamos una mirada, es decir, nos ponemos en relación y logramos que lo que vemos quede al alcance de nuestra comprensión. Son esos “modos de ver” de los que habló John Berger los que condicionan nuestra forma de interpretar e integrar la realidad.
Imagina lo importante que es lo que transmitimos con nuestro cuerpo, imagina la verdad que narramos con nuestra forma de caminar, de mirar, de acercarnos a alguien, la armonía de aquello que llevamos puesto… Esos 7 segundos nos recuerdan que narramos con todo lo que somos, no sólo con la técnica y la mecánica y nuestra capacidad para la oratoria. Hablamos antes de abrir la boca. ¿Te has dado cuenta el poder que tiene la industria de la moda? Va más allá de la belleza o de la cuestión práctica de cubrir nuestro cuerpo ante las inclemencias del tiempo: condiciona nuestra comunicación. La industria regula este lenguaje mudo. Según escribió John Berger en  su ensayo “Mirar”: “El traje, tal y como lo conocemos hoy, se desarrolla en Europa durante el último tercio del siglo XIX como atuendo profesional de la clase dirigente. Casi tan anónimo como un uniforme, fue el primer vestido de la clase alta que idealizaría puramente el poder sedentario. El poder del administrador y de la mesa de conferencias. Esencialmente el traje fue concebido para la gestualidad que acompaña a la charla y al pensamiento abstracto”
Ya existen, afortunadamente, numerosos estudios sobre la mirada “hegemónica” de nuestra cultura, concretamente esa que busca halagar al espectador “ideal”, que por defecto es hombre. La ropa que nos ponemos no es inocente. ¿Hasta qué punto los cánones hacen que nuestro cuerpo cuente lo que no somos? ¿Somos conscientes de a qué “espectador ideal” nos dirigimos cuando nos vestimos, nos plantamos ante una cámara, nos hacemos un selfie y lo compartimos en redes…? Yo creo que no, sobre todo porque recibimos y damos cientos de impactos visuales a lo largo del día, incluso sin salir de casa. Somos seres impactados por imágenes que comemos a gran velocidad sin que logremos digerirlas (tomar conciencia) y a esa velocidad que engullimos también nos mostramos.
Soy consiente de todo ello y algo más: Trabajo con las emociones, las inquietudes y vivencias de otros seres humanos. Defiendo que retomemos las riendas de nuestra comunicación desde la delicadeza, es decir, fuera de estos estragos, siendo conscientes de nuestra forma de habitar el mundo y, por tanto, de mostrarnos. Sé que una web retrata el mundo en el que me muevo, sé que cualquier imagen que ofrezca de mí será un impacto que no podré reconducir porque permanecerá en la pantalla de la persona que la visite todos los segundos que ella quiera… Ahora, imagina qué labor de introspección he necesitado para tomar las riendas de mi forma de vestir y de mostrarme, más allá de las tendencias, los protocolos, las leyes del marketing, las sonrisas en serie, los posados deshonestos, y ser simplemente “yo” cuando aparezco en público, ya sea en persona o congelada, en la página de mi web.
Una es siempre la que hace el camino pero hace apenas un año se cruzó en mi vida el ser humano que necesitaba. La web me exigía pararme y mirar de otra manera el “qué me pongo” pero tampoco me parecía relevante, aunque me inquietaba. En ese momento era algo que consideraba más vinculado con la coquetería que con mi esencia, hasta que la escuché. Apareció en los encuentros que organizo de ¡Nárrate!, estaba allí para narrar con delicadeza las historias que más le importan, así que cada frase que decía en alto tenía enorme importancia. “Creo que vestirse debería ser más fácil y más divertido y nos debería hacer mucho más felices”. Estaba tan cargada de verdad esta frase que me tumbó. Luego vino lo de “La moda está pasada de moda”, y las reflexiones sobre la importancia de vaciar el armario para que sólo queden las prendas que nos hagan sonreír. Belleza, utilidad, durabilidad… ¿estaba hablando de ropa o de esa “simplicidad elegante” de la que hablan pensadores como Satish Kumar?. Hablaba de la diversidad, de la imagen personal única, auténtica e intransferible de las personas, de que “la forma de tu cuerpo no mide tu valor, las prendas que te pones no miden tu valor, eres mucho más que un cuerpo con un peso o una talla, tu belleza es única e incuestionable”…
Al terminar las clases fui yo la que me puse en sus manos, no (solo) porque fuera una estilista que durante los últimos 25 años ha trabajado en grandes producciones para grandes marcas sino porque sentía que con ella podría desnudarme para siempre. Coco March logró que mi ropa y yo narráramos el mundo del mismo modo desde el primer segundo.