La complicidad

Hay profesiones que exigen un modo de estar en la vida y formas de ser que determinan tu devenir. ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina?. Es fácil que un elevado grado de empatía, por ejemplo, empuje a alguien a llevar a cabo labores vinculadas con el cuidado y quienes trabajan con personas desarrollan claramente a esta capacidad, en este caso, a lleva a b y b termina desembocando en a. Pero, ¿qué sucede, por ejemplo, con el gremio de artistas y, concretamente los/as visuales? ¿Con “qué” trabajan durante la creación, cuál es “la materia”? Es fácil deducir que la capacidad de observación resulta imprescindible para quien se dedique a la fotografía, por ejemplo, pero entender el comportamiento humano ¿no es apenas un buen complemento si su apuesta consiste en retratar bodegones o manejar cámaras con drones?.
El asunto se vuelve más complejo dentro del mundo audiovisual. Una película es el resultado de una suma de creadores, no sólo la obra de quien la dirige. Se podría deducir que quienes forman parte del equipo comparten alguna virtud vinculada con el “don de gentes” o con la generosidad, al fin y al cabo su labor se disolverá en un resultado final común, sin embargo no siempre es así. El proceso de producción (que privilegia unas autorías más que otras) suele teñir esa “fusión” de invisibilidad, una incómoda sensación que fácilmente puede convertirse en falta de reconocimiento. Esta percepción no sólo está alimentada por la industria de la alfombra roja y las celebrities, es mucho más fácil que el público reconozca y valore los componentes de esa suma cuando se trata de una orquesta, por ejemplo, pues cada instrumento se individualiza más fácilmente y la labor sincronizada de los/as intérpretes es patente, por mucho que se promueve la figura de quien lleva la batuta.
El conflicto se multiplica en este sector del arte porque en el audiovisual la frontera entre artista y “técnico” es muy sutil, y esto hace que las virtudes del carácter se desvirtúen, paradójicamente. Es fácil que el grado de responsabilidad se confunda con la maestría necesaria para que un trabajo a adquiera la condición de “obra de arte”. He conocido técnicos de luces que eran maestros a la hora de manejar La Luz y directores de fotografía que, sencillamente, cumplían bien su trabajo sin que por ello fueran capaces de crear nada nuevo.
En todo este entramado hay cualidades importantes que terminan quedando en un segundo lugar, aparentemente. Por ejemplo, LA COMPLICIDAD.
Esta palabra que hoy incorporo al Diccionario Tierno para Personas Viajeras es una cualidad que podría parecer complementaria para un artista, sin embargo puede determinar que su obra alcance el grado de maestría, más allá de lo que la academia o el mercado entienda como arte. Un fotógrafo, una directora de cine o un creador multimedia trabaja en diálogo con aquello que interpreta, “extrae” la belleza que percibe y la “manifiesta”. Cuando lo que retrata está habitado, las preguntas que sostienen su trabajo no son monólogo aunque las respuestas también le pertenezcan. Ese “otro” que es materia de su trabajo también es cómplice de su obra, es decir, no sólo necesita su colaboración sino generar en quien retrata ese grado de complicidad que permita al artista trabajar libremente (de nuevo una paradoja).
En este juego de complicidades yo suelo formar parte del lado creativo, lo que me ha obligado a elevar esta virtud al grado de necesidad dentro del mundo audiovisual. La razón por la que en mis documentales hago que también mi mundo aparezca retratado es precisamente para sumarme el riesgo que asumen quienes aparecen en el relato, de manera clara garantizó que el resultado será saludable para todo el mundo, no sólo para quien está detrás de la cámara. Para mí esto es una forma de entender LA COMPLICIDAD. Aún así, yo era la que dirigía y, por tanto, mi entrega como sujeto del relato siempre era parcial, hasta que llegó la hora de la creación de la web. Esta vez el relato que quería contar era mi propia labor.
Podría haber apostado por el autorretrato pero me parecía una excesiva autorreferencia. Había llegado el momento de abandonarme en la creatividad de otro artista. Me muevo en este mundo, a él pertenecen grandes amigos y amigas con quienes he trabajado estrechamente durante años y cuya obra admiro, pero no recurrí a ellos. Tenía claro a quién iba a pedirle que contara mi historia, entre otras razones porque teníamos una cercanía fría que permitía una observación más limpia, o así lo sentía yo: Emilio Schagorodsky.
Conozco la obra y la trayectoria de Emilio desde hace más de 15 años, nos vinculan personas preciosas; hemos intentado trabajar en proyectos comunes varias veces, sin conseguirlo; en los últimos años Emilio ha dado varios giros a su expresión artística que nos ha llevado a reflexiones compartidas muy interesantes; es un artista en constante evolución, lo que me parece un privilegio y creo que le va acercando a una particular versión del “artista total”… aún así nunca me plNteé que llegaría el momento de pedirle que me ayudara a contar mi historia.
Se lo pedí y aceptó de la manera más generosa que podía imaginar, lo que no me esperaba fue el modo con el que se fue aproximando a mí. Antes de la sesión de fotos en el estudio compartimos un día con cámara en mano. Inocente de mí, pensé que se trataba de su inevitable forma de está en el mundo, a medida que avanzó la jornada comprendí que lo que estaba era asomándose artísticamente a mi universo. Se trataba de “entenderme” de manera irracional, comprender mi dimensión humana más allá de lo que ya sabía y de lo que le podía transmitir. Se trataba, de alguna manera, de respirar mi aire y, desde ahí, provocar mi complicidad.
Así fue como el artista manifestó su maestría. La fotografía que encabeza este artículo pertenece a esa jornada compartida. Caminábamos por un tramo de mi barrio, Son Gotleu (Palma de Mallorca), la he elegido entre las decenas que tomó aquel día porque creo que cuenta mucho, muchísimo.