Mirar el cielo y observar las nubes, atender a la dirección del viento, tener en cuenta las corrientes del agua antes de marcar tu rumbo, dialogar con lo que la naturaleza otorga y a partir de ahí modelar el presente pensando en el futuro. Esto es lo que hago habitualmente en lo que llamo “mi etapa náutica”, que suele durar cuatro meses cada año. Vivir en un velero moldea el carácter y creo que a mí me hace mejor persona porque desarrolla esa cualidad humana que permite leer entre líneas, intuir al otro, comprender lo que no se dice, tomar conciencia de tu entorno haciendo caso a lo que la mente no es capaz de abarcar.
La vida nos ha ofrecido la posibilidad este año de regresar al mar una semana más. Hoy, lunes, comenzamos a navegar a bordo del barco solar de WWF. Sin velas, con un motor eléctrico cargado sólo con la energía captada por 48 placas solares que nos permiten alcanzar una velocidad de crucero de 6 nudos (10 kilómetros por hora), vivir en este catamarán nos empuja aún más a dialogar con nuestro entorno. Este barco no es precisamente el medio con el que huirías velozmente de una situación de riesgo, aquí no se resuelven los conflictos recurriendo a la potencia sino con la estrategia que genera la escucha atenta. La navegación solar es lenta, silenciosa, pacífica, constante, obliga a quien lleva el timón a afinar aún más la atención porque, como sucede con el mundo vegetal, es la luz la que provee de energía. Vivir en una nave empujada exclusivamente por la energía solar implica relacionar la distancia, la geografía, las horas de luz, las sombras… un ejercicio que en la vida cotidia dejamos en manos de satélites, gps, etc.
La única función de la inteligencia es lograr nuestra supervivencia, pues bien, esta semana nos adueñaremos más de ella porque no la delegaremos en la tecnología sino que la usaremos para afinar nuestro diálogo con el entorno. Como sucede desde hace más de cinco años, esta semana volveremos a afirmar que “vamos despacio porque queremos llegar lejos” en medio de ese estado de alarma desencadenado por las recientes tormentas, riadas e inundaciones..
Estar atenta a algo aparentemente pueril como al grado de humedad del ambiente o la temperatura del agua permite entender cómo se comportará “el tiempo” en los días venideros. Estoy convencida que nuestros/as abuelos/as integraban este tipo de saberes en su vida cotidiana. Seguro que sabían leer el cielo. Sin embargo ahora alzamos la vista hacia al azul sin entender qué podemos esperar de él. Tememos lo que de ambiguo e impredecible tiene la naturaleza, nos preocupa que se salga de los cauces y rompa ese caparazón en el que nos sentimos protegidos y que llamamos “ciudad” pues ¿no es ella el mejor ejemplo del triunfo de la humanidad sobre la naturaleza?
Nadie pone en duda que su casa estará en su sitio cada día, que llegaremos en la media hora habitual a ese lugar o que nuestra seguridad está garantizada gracias a nuestras metodologías predictivas. Sin embargo las recientes tormentas nos recuerdan que lo predecible es un simple cálculo de probabilidades, que gran parte de las infraestructuras públicas, el urbanismo, la gestión del suelo, etc son el resultado de la ambición, la especulación y las corruptelas de modo que nuestras casas pueden estar levantadas en los cauces de ríos secos o demasiado próximas a la costa y nuestras carreteras quizás se hayan construido en los recorridos de antiguas corrientes de agua.
Volvemos al mar. Escribo de nuevo sobre el agua. No quiero olvidar que es posible otro orden del mundo en el que la respiración, el vínculo, el silencio, lo que no es sustituible, tienen su lugar. Volvemos a dialogar con la naturaleza y este ejercicio individual se suma al de otros miles de personas que hacen lo mismo en busca de un universal pacto de convivencia con el planeta. De nada valen los medios y las oportunidades si olvidamos mirar el cielo y hacernos preguntas, no podremos cambiar el rumbo destructivo que han tomado nuestras sociedades si no somos capaces de entender que nuestra vida también depende de las aves, los insectos y el polen.
No, la ciudad no es un lugar a salvo de la naturaleza porque a ella pertenecemos; por muy ciborgs que sean nuestras existencias, incluso despiezados en sumas químicas, hormonas y células madre, aún cuando la Inteligencia Artificial se convierta en nuestra compañera sentimental y nuestros ciclos de vida alcancen los 100 años, los seres humanos seguiremos formando parte de ella.
El mar parece haber entrado en calma. Zarpamos.