Ignoro tanto que por eso enseño

Las palabras guardan secretos. Desde que nacen hasta que se incorporan a nuestro vocabulario y aparecen en nuestra boca pueden tener una historia de vida milenaria. Millones de personas las pronunciaron antes que nosotras, moldeándolas hasta darles la forma que ahora conocemos. Existen porque nuestros antepasados necesitaban pronunciar esa realidad, perviven porque esa realidad sigue necesitando ser pronunciada. Cada nombre ilumina aquel pedazo de la vida al que se refiere. Cada una es un fruto. Me gusta morder las palabras imaginando su carne jugosa y fresca.

Esta semana me encontré con una reflexión en redes que me cautivó. Decía así: “Somos profesores porque ignoramos. No sabemos, profesamos. Somos los prophêm: los que “hablamos antes” para no tener la palabra final”, la autora (nickname en redes @Henderson) accedía a esta reflexión desde la filología, una rama del saber que, según ella, no necesita significados.

Aquella filóloga desconocida expresaba mi idea sobre la transmisión de conocimiento ligándolo al origen de las palabras. Nunca me he presentado como profesora sino como narradora, es decir, como artista (la literatura y el cine es una de las siete bellas artes) interesada en el proceso creativo y compartir lo que va descubriendo por realizar el camino. Aunque no utilizo ese concepto, suelo decir en alto a las personas que acuden a mis talleres que mi voluntad es compartir mi experiencia creativa, mis preguntas y las respuestas que voy encontrando. Ignoro tanto sobre el tema que me interesa (la capacidad sanadora de nuestras narraciones, el poder creador de nuestro pensamiento) que abro cientos de caminos en este asunto, los transito, pruebo, investigo, indago, experimento… y comparto lo que voy descubriendo, mis tanteos, con aquellos a los que también les interesa esta geografía. Lo que comparto es el camino, no lo que sé. He aprendido que el conocimiento está en constante evolución, no pueda poseerse; como mucho se tiene acceso a él. Prefiero imaginar que lo que comparto son mis puertas y ventanas y no palabras finales, saberes absolutos.

A pesar de este convencimiento, decir a los/as alumnos/as “sois mis maestros” me resulta una frase pobre. Quien enseña tiene incorporado un mecanismo de aprendizaje e indagación que le permite preguntarse ante todo lo que le sucede y le rodea, incluidos/as sus alumnos/as. Estoy convencida que es maestra/o quien no ha perdido su condición infantil, por eso aprende con todo. Se emociona y emociona. El cruce de esta frase en red puede servir de ejemplo: me provocó asombro la existencia de un “nosotros” formado por las personas que hablamos antes para no tener la palabra final. Abría ante mí una nueva posibilidad de integración y de indagación. Visto así, el vocablo profesora que tantas veces he rechazado parecía ajustarse a mis hechuras.

Lo impactante no era descubrir que existía una palabra para mi forma de ver la realidad, sino que hacía siglos que la humanidad la había dado nombre y que pervivía, como un latido, en la palabra “profesor”. Aquella palabra me ofrecía su cualidad de espejo en el que reconocerme y eso siempre es bautismal. Además, al afirmar que, por mi naturaleza prophêm, nunca daré la última palabra de ese conocimiento que me atrapa (el arte de narrar con delicadeza), abría un mundo interminable, maravillosamente inabarcable, lleno de asombros e infinitos recorridos. Y por último, aquella filóloga desconocida señalaba la existencia de personas que dan este tipo de palabras finales y que , evidentemente deberían formar parte del grupo de “los que no profesan”. Mientras de mi boca manaban palabras vinculadas (profesora, profeta, profesional…), en el fondo de mis ojos se dibujaba una realidad relacionada con la actual judicialización de nuestros debates éticos. Atravesada por la actualidad informativa mi imaginación situaba en aquel último eslabón a los/as jueces/as. ¿Qué más “última” puede ser una palabra que la que se pronuncia como sentencia? ¿Me había encontrado con una paradoja? Si los jueces son los que tienen la última palabra, no podrían considerarse profesores al estilo @Henderson.

Preservé esta posibilidad y seguí tirando del hilo. Quería saber más del sustantivo prophêm, que aparecía en el enunciado, y su verbo prophêmi. Quería imaginar la realidad a la que daban luz en la Grecia clásica. Era una especie de resurrección, prophêm traía al presente una realidad tan importante hace miles de siglos que adquirió un nombre propio, su simple sombra era capaz de llenar mi mundo de interrogantes.

Busqué. Me enteré que prophêmi significaba proclamar, anunciar; que Pro apelaba a un lugar primero, a “antes”, mientras que Phêmi se vinculaba con la raíz indoeuropea bhÄ y podía traducirse como “yo hablo”. Recordé que en la Grecia clásica la palabra del esclavo y de la esclava no tenía ningún valor, que sólo a las personas libres se les concedía el poder de decir y ser escuchadas con atención. El Imperio romano se levantó sobre fosos de esclavos, no me extrañó que cuando llegó el latín, Pro dio un pequeño giro y empezó a entenderse como “a la vista” mientras que Phemi se transformó en un Fateri que significaba “admitir, confesar, reconocer”. De este modo, aquel primer “yo hablo antes” griego pasó a ser “Yo confieso ante los demás” en Roma. La autoridad que confiere la condición de pertenecer a la élite de los “seres libres”, se había impuesto en detrimento del asombroso decir primero.

Intuí de golpe un matiz oculto en esa voluntad de ciertos/as profesores/as de remarcar la maestría procedente de sus alumnos(as. Estaban diciendo Somos profesores porque ignoramos y nos desembarazamos de la ascendencia implícita que otorga nuestro rol institucional. En el recorrido histórico hasta nuestros días del vocablo prophêm cobró suma importancia reconocer que todo ser humano nace libre, afortunadamente, aunque olvidamos que hablábamos antes para no tener la palabra final. Entre otras razones, añado, porque es imposible. Quienes nos interesamos por el conocimiento sabemos que siempre (nos) queda algo por decir y reconocerlo nos mantiene vivos/as.

Y entonces, llegó a mí el título de un libro que acaricié hace muuuuuuchos años y que mi consciente había enterrado. Se llama «Pedagogía del Oprimido” y su autor es Paulo Freire. A él pertenece esta frase: ”Ahora ya nadie educa a nadie, así como tampoco nadie se educa a sí mismo. Los seres humanos se educan en comunión, y el mundo es el mediador»

Ilustración de cabecera: © Pablo Bernasconi