Susurrar palabras, devolverles su tiempo

Es fácil que en esta sociedad de los resultados lleguemos a clasificar las palabras en dos categorías, positivas y negativas, dando a las primeras un lugar energizante y vitalista y a las últimas en una posición generadora de fracasos y pérdidas. Aunque la intención es buena, creo que se sostienen en un error de base: Cada una de las palabras que existen en el diccionario nombra una verdad del mundo, son faros dando luz a los miles de caminos por los que puede discurrir nuestra vida y nuestra forma de percibirla. Una palabra es un rayo atravesando la caótica oscuridad de lo posible. Nombramos, y lo nombrado se hace presente con toda su fuerza aunque no podamos tocarlo, ni olerlo, ni oírlo… Decimos “unicornio” y el unicornio aparece en nuestra mente, con su retorcido cuerno en la frente y abundante crin, poniéndose a nuestra disposición para crear la historia que queremos contar. No importa que no exista en el mundo real. El universo simbólico mueve el universo de lo real, facilita su camino, orienta nuestros pasos, constituye en nuestra personalidad, memoria y capacidad para ver el mundo e imaginar nuevas rutas. Es decir, con las palabras que elegimos determinamos nuestro futuro, todas están a nuestro servicio para este fin, incluidas las que nombran lo terrible.

La palabra “violencia” existe para que podamos nombrar esa dolorosa realidad. La palabra “déspota” señala un ser humano fuente de injusticia, desigualdad y de daño. La palabra “odio” nos remite a una emoción que debemos observar si queremos un mundo saludable y en paz. Sin estos nombres no podemos analizar su existencia, trabajar en su crítica y alcanzar su abolición. Dejar de nombrar el lado pernicioso de la realidad no le hace desaparecer. Los nombres llevan al reconocimiento de lo que vivimos como problemas, por tanto, son necesarias.

Es cierto que las emociones que generan estas difíciles palabras pueden ser desvitalizantes. Tener en la boca la palabra “matar” genera en nuestro cerebro unas reacciones químicas que nos ponen en estado de alarma. Si a ese verbo le unimos un reflexivo (-me, -te), las sinapsis se disparan, nuestra química empieza a dar órdenes a nuestro sistema endocrino y exocrino y, aunque no haya intención por nuestra parte de hacer realidad ese verbo, se nos encienden las emociones vinculadas con la huida, el miedo, el daño, y todas las reacciones consecuentes, desde el sudor frío hasta la dilatación de las pupilas por el miedo. La palabra pronunciada es capaz de dejar una huella en nuestro cuerpo y revertir, con ello, en nuestro estado de ánimo y comportamiento, en este caso agresivo/defensivo.

Nelson Mandela decía que si te diriges a una persona en un idioma que entiende, esas palabras irán a su cabeza, pero si lo haces en su lengua nativa, las palabras llegarán a su corazón. Es decir, nuestros vínculos emocionales con nuestro idioma “materno” reorientan el mensaje. No es sólo el qué y el cómo lo decimos sino observar el proceso de comunicación como un todo que parte de la consciencia. Se trata de prestar atención sobre nuestra intención a la hora de usar el lenguaje (en todas sus dimensiones oral, no verbal, audiovisual, etc.) para nombrar de manera saludable incluso el daño.

Al narrar nos posicionamos ante la existencia. Los seres humanos estamos construyendo nuestro relato de vida constantemente y, por tanto, nos afirmamos como individuos ante el otro, que es nuestro testigo y público al mismo tiempo. Desde ahí hacemos que quien nos escucha también tome su lugar ante ese aspecto de la existencia que hemos iluminado y de la manera en la que lo hemos hecho, y desde allí ambas partes hacemos rodar esa parte de la existencia, aquella que estamos re-creando. Al narrar influimos en el comportamiento de quien nos escucha, por supuesto, y también en nuestro propio comportamiento (algo que olvidamos) porque somos el público más atento y constante de nuestros discursos. Es primordial, pues, llegar al lenguaje con las preguntas hechas.

Las preguntas que nos hagamos no sólo pasan por elegir la anécdota y las palabras sino por la consciencia con la que nombramos el mundo, nuestra intención. A las preguntas del qué (¿Qué parte de la vida queremos poner en marcha? ¿Qué historia dormida en la caótica oscuridad de lo posible queremos despertar? ¿Qué mundo queremos insuflar de vida simbólica?) se añaden las preguntas del cómo (¿Cómo es el vínculo que queremos establecer con quien recibe nuestro relato?) para pasar a otro nivel:¿En qué lugar y qué estado de ánimo nos situamos ante esta porción de la realidad que narramos? ¿Cuál es nuestra intención?

Incomodar puede ser una intención saludable. Nuestra búsqueda no tiene por qué alcanzar un relato exclusivamente placentero. De hecho, cuando la intención está iluminada por la consciencia, el resultado mueve el suelo propio y el ajeno. Una narración preñada de “verdad” cambia el paso de quien la formula y de quien la recibe. En 1973 Ronald Barthes ya abordaba esta posibilidad en su ensayo “El placer del texto” al diferenciar placer de goce: “Texto de placer: el que contenta, colma, da euforia; proviene de la cultura, no rompe con ella y está ligado a una práctica confortable de lectura. Texto de goce: el que pone en estado de pérdida, desacomoda (tal vez incluso hasta una forma de aburrimiento), hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, la congruencia de sus gustos, de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje (…) Me intereso en el lenguaje porque me hiere o me seduce”.

>Hoy he leído que existe un libro llamado “El libro de las preguntas”, escrito por Edmond Jabès, en el que está incluida esta frase: “En cada palabra arde una mecha” y ando encendida susurrándola, para que se llene de tiempo. A este libro pertenece el párrafo que hoy encabeza este post.