La semana pasada tuve el privilegio de escuchar a Silvia Federici en la conferencia que dio en Can Oleo (Palma, Illes Balears) invitada por el Grupo de Investigación en Filosofía Práctica de la Universitat de les Illes Balears. Esta escritora, profesora y activista arrancó su reflexión recordando la transformación que había vivido desde los 60’s a la hora de abordar la reproducción. Al igual que para otras feministas que iniciaron su reflexión en la estela del marxismo, defendía que el trabajo de las mujeres en los hogares era una de las herramientas de disciplinamiento más importantes porque a través de él se permitía la continuidad del sistema capitalista. Desde ahí defendía la autonomía de las mujeres con respecto a la concepción y el parto como camino de liberación. Cincuenta años después, Federici estaba en la sala para defender el feminismo comunitario de las mujeres de América del Sur y de las poblaciones indígenas, comprometidas con la reproducción de la vida. El capitalismo hoy se adueña también de los procesos de reproducción de la vida, un espacio en el que habían sido recluidas las mujeres. En línea con los valores del #Ecofeminismo, Federici recordó que el trabajo de reproducción es mayor que el trabajo de la maternidad y que en defensa de este arco mayor e inclusivo existen unos modos de hacer mantenidos y desarrollados en los márgenes de la cultura neoliberal capaces de resistir el expolio de la vida.
El cuidado de la tierra, de las semillas, los árboles, los ríos… va en contra de los intereses de las grandes corporaciones, con sus ejércitos privados y sus lobbys. Hasta tal punto que en el Cono Sur la defensa de la reproducción de la vida pone en riesgo la de las propias defensoras. La violencia contra las mujeres es parte de una guerra sin nombre, de carácter absolutamente económico y, por tanto, fuera de las estructuras de control organizadas en el seno de las democracias. La defensa de la reproducción de la vida hace evidente la violencia estructural, simbólica y física que ejerce el ultraliberalismo en todos los rincones del planeta, en nuestra vida cotidiana, tan alejada aparentemente de tiroteos y bombazos. En un momento determinado Federici propuso que ante ciertos bienes debíamos preguntarnos ¿mata o muero? Si aquel alimento iba en contra de su salud, si aquel pescado había sido capturado en condiciones de esclavitud, si el agua embotellada procedía de fuentes expropiadas, entonces estaba claro que estaba ante un acto violento.
La escuchaba y una parte de mi cerebro empezaba a discurrir sobre el binomio vida/violencia. A cualquiera que se le plantee cuál es el opuesto a “vida” es fácil que responda de manera automática “muerte”, sin embargo lo que reitero desde hace años es que la muerte forma parte de la vida, de hecho es necesaria para mantener sus ciclos de reproducción. Así, violento sería aquel acto que acaba con la vida, la denigra, la expulsa o la diezma. No extraña que quienes defienden la reproducción de la vida se encuentren de frente con la violencia en sus diferentes manifestaciones: estructural, simbólica y física, la ejercida contra la mujer por sus parejas sentimentales, la ejercida por los sicarios contra el cuerpo de las mujeres, la ejercida por los poderes políticos en sus alianzas con corporaciones que busquen adueñarse de nuestros bienes comunes…. Si la Violencia es aquello que se opone a la Vida, el binomio bien puede funcionar al revés. Llegado a este punto mi cabeza se disparó. Las iniciativas de las mujeres sosteniendo la vida debajo de los bombardeos siempre me ha estremecido.
Así, mientras Federici expresaba la necesidad de repensar la reproducción y se planteaba cómo recuperar la creatividad de tal trabajo; mientras recordaba que, en ese empeño del cuidado mutuo en medio de la confrontación, las mujeres habían creado un entramado afectivo que les permitía crear nuevas relaciones para un nuevo tejido social; mientras hablaba de una resistencia capaz de recuperar los saberes tradicionales anulados secularmente por los intereses de las élites y exponía cómo las mujeres Dakotas se organizaban en comunidad, en asambleas y en torno a comedores comunes y cómo las defensoras de Colombia, México y Perú se enfrentaban a los intereses de las multinacionales con la fuerza de sus cuerpos organizados, me preguntaba qué hacer.
¿Qué puede hacer una mujer que no cultiva como lo hacen mis comadres campesinas, alguien que apenas bebe del agua de los manantiales, que tiene que hacer esfuerzos para recordar que la naturaleza no es sólo paisaje o espacio de ocio, que apenas puede caminar por los senderos que el poder político no entrega a la propiedad privada, cuyo trabajo está mediado por las tecnologías, y que ni siquiera se puede plantear participar un comedor comunitario porque ya sólo evitar la comida rápida supone un esfuerzo?. ¿Cómo podría defender la reproducción de la vida una taxista, una vendedora de grandes almacenes, una limpiadora de hoteles? En cada palabra que digo, en cada texto que elaboro tengo presente la defensa de la vida. Creo que narrar, como verbo que es, es un acto que puede enlazarse a los procesos de reproducción de la vida. La Narrativa con Delicadeza no es más que una expresión de esta forma de atender a la vida.
Me di cuenta que Federici no había definido qué era la vida. Es cierto que había trascendido la reproducción de los cuerpos para observarla desde un prisma más amplio capaz de incorporar el sol, la lluvia y los habitantes de los fondos abisales, pero me urgía ampliar aún más los parámetros amplios. Aquella tarde tomé una decisión: vincularla con la bióloga Lynn Margulis. Hace más de veinte años que esta mujer demostró que la vida, tal y como la conocemos, es fruto de la colaboración y la simbiosis, una organización de codependencia que no podría existir sin sus vínculos y lo que, por ellos, sucede. En esto coincidía con aquellas formas de hacer del feminismo comunitario del que hablaba Federici.
“La vida es una exuberancia planetaria, un fenómeno solar. Es la transmutación astronómicamente local del aire, el agua y la luz que llega a la tierra, en células. Es una pauta intrincada de crecimiento y muerte, aceleración y reducción, transformación y decadencia. La vida es una organización única.”, explicaron en su momento Lynn Margulis y el escritor Carl Sagan. Más allá de las montañas, la nieve, el mar y nuestros cuerpos, la vida es aquello que creamos los seres vivos en nuestro afán por mantenernos vivos.
La suma de ambos planteamientos iluminaba esas propuestas que hace 19 años dieron lugar a mi sello “Producciones Orgánicas”. Lo que podemos hacer, como narradores/as es incorporar nuestros actos narrativos en los procesos de reproducción de la vida, por ejemplo: promover la co-creación; defender la diversidad de saberes, discursos, idiomas y de referentes culturales; atender en nuestros argumentos al entorno en su complejidad (desde el suelo, plantas, animales, ríos, viento… a los seres humanos); incorporar en la planificación y presupuestos de un rodaje o puesta en escena, por ejemplo, la “devolución” al entorno de una parte de los beneficios, que no tienen que pasar sólo por una cuestión monetaria: ya sea creando empleo, reinvirtiendo en su desarrollo social o medioambiental, desarrollando estrategias de sensibilización; usar tecnologías sostenibles,…
Aquella tarde me sentí muy orgullosa de formar de ese complejo y diverso entramado que defiende los procesos de la vida.