Por mi estilo de vida, ir al cine ha dejado de ser una costumbre para ser una opción. Digamos que no ha sido tanto un desplazamiento de atención o de una ampliación de mis intereses como de una cuestión de tiempo. Vivir en un barco más de 4 meses al año condiciona el uso del tiempo en las temporadas terrestres. Lo único que tiene de bueno es que soy consciente del impacto de cada película que veo y la reflexión posterior que el encuentro me produce. Para alguien que, como yo, se dedica a narrar la vida, esta provocada escasez termina siendo enriquecedora. De alguna manera tengo la sensación de preservar cierta serenidad en la mirada, como le sucede a esas playas de invierno poco visitadas por los bañistas. Ayer fui al cine y de todas las ofertas que había en la cartelera elegí atender a un relato que me habían recomendado unos amigos no sólo queridos sino inteligentes.
El título me parecía sugerente, conocía bien la época histórica en la que se ubica la película: los golpes de estado en América Latina en los años 80 y el exterminio de los disidentes, sobre todo aquellos vinculados con el marxismo y específicamente el caso de Uruguay. Conocía, además, el perfil de uno de sus protagonistas (José Mujica) y había leído, hace ya muchos años (los suficientes como para haber olvidado gran parte de la información), sobre el movimiento tupamaro. Es decir, tenía todos los ingredientes como para que la película pudiera satisfacerme. Antes de verla sabía que la trama se situaba en la época en la que EEUU se atrevía a enseñar técnicas de tortura en la Escuela de las Américas a militares y servicios de inteligencia de todo el mundo y lo hacía de manera tan impune y abierta que osaba redactar manuales y repartirlos entre los asistentes, lo que demostraba que aquella era una formación secreta para la población civil pero impartida en el terreno institucional con total impunidad.
Si conocía bien este momento de la historia de la humanidad fue porque a finales de los años 90 se convirtió en el punto de partida de mi experiencia como periodista de investigación. Durante casi seis años tuve que indagar sobre los golpes militares en América Latina en los años 70 y esto me llevó a descubrir los lazos con el franquismo y sus herederos, la participación de la CIA en otros golpes militares y el exterminio de los militantes marxistas en todo el planeta, el apoyo de la ultraderecha organizada, la colaboración internacional encarnada en la conocida como “Operación Cóndor”, la sofisticación de las técnicas de los servicios de espionaje utilizados por la “Red Gladio”, el lucro que supuso para una élite apoderarse de los bienes de los desaparecidos y cómo llegó a alimentar la economía B de este planeta, la irrupción en el mercado de la guerra y la violencia de profesionales del terror, y, sobre todo, conocí de primera mano las secuelas de las torturas en los supervivientes, las desgarradoras formas de deshumanizar a un ser humano.
Aquellos años adquirí un compromiso: sólo relataría el daño para denunciar a quienes lo habían inflingido para aminorar el dolor o dar luz a una realidad silenciada, nunca para ampliar el miedo. El éxito del terror se basa precisamente en su capacidad para estremecer a los testigos. Me centraba, pues, en buscar información sobre la trama mientras que escuchaba en silencio compasivo el dolor de los torturados. Me atrevía a mostrar una huella de su dolor si ayudaba a vislumbrar la causa, el mecanismo, la trama de la que formaba parte. Descubrí que un rasgo de humanidad, en medio del daño ampliaba aún más la oscuridad del horror y señalaba con mayor rotundidad a sus causantes. No olvido las historias de amor surgidas en medio del espanto, la colaboración, el apoyo mútuo.
Investigar esos asuntos era tan apasionante como doloroso, entristecía la mirada y el paso. Con frecuencia tenía que recordar que los seres humanos somos capaces de lo más cruel y de lo más hermoso. No imaginaba que aquellos pasos, macerados por el tiempo, terminarían comprometiéndome con la delicadeza en la Narrativa. La delicadeza no tiene que ver con la belleza estética o con los placeres, sino con reconocimiento de lo vulnerable, ese rasgo fundacional de nuestra humanidad basado en la asimetría y la interdependencia. El reconocimiento de nuestra vulnerabilidad no tiene por qué vincularnos con el miedo, sino con una especie de ternura amorosa, una rendición ante la obviedad que nos conmueve: Somos, desde el inicio, seres necesitados de acogimiento porque somos finitos, contingentes y frágiles, porque en cualquier momento podemos rompernos, porque estamos expuestos a las heridas del mundo. Me costó más de 10 años reconocer que mi voluntad a la hora de contar historias era iluminar los ojos de quienes escuchaban mis historias, devolverles a la vida, enardecer sus vínculos con la existencia, la única manera en la que es posible hacer más amable el mundo (amable = ser digno de ser amado)
Ayer vi Una noche de 12 años y no encontré en ella nada más que una historia de resistencia al dolor físico y mental. Los narradores olvidaron señalar las causas, denunciar su contexto… Habían caído fascinados ante el daño.
Por cierto, magnífica Sílvia Pérez Cruz, su autenticidad es capaz de atravesar la pantalla.