Estoy escribiendo un libro que gira entorno a la vida en Mallorca en los primeros treinta años del siglo pasado. El primer capítulo aborda el primer eclipse solar del siglo. El segundo tiene como protagonista a cierto bosque sagrado. El tercero repara en aquellos primeros duelos en los que los seres humanos, suspendidos en el aire, logramos vencer al viento. 1903, 19010, 1916… En aquellos años viajar aún era un verbo privilegiado, casi extraño.
Escribo este texto mientras miro por la ventanilla sa roqueta, la tierra que me acoge año tras año. Observar el planeta a vista de pájaro sigue teniendo algo angelical, por mucho que las nuevas tecnologías hayan banalizado los planos cenitales con tanto satélite y tanto dron. Que durante decenas de siglos la mayoría de las divinidades hayan residido en el cielo marca nuestro imaginario hasta la capa más inhóspita de nuestro inconsciente.
Sobrevuelo el lugar que habitaré en un rato; de alguna manera revoloteo sobre mi espacio, mi vida, sobre mí misma. El nuevo año acaba de comenzar y estoy literalmente en las nubes. Hace poco más de 100 años que Salvador Hedilla enlazó por primera vez en la historia Barcelona con la isla, lo hizo en un aeroplano diseñado por él. Los dos hemos tenido a nuestros pies la misma costa, la Tramuntana, a nuestros congéneres. Recuerdo que en la primera entrevista que le hicieron poco después de aterrizar, señaló que había requerido un esfuerzo físico tan grande que en las primeras horas de vuelo estuvo tentado de volver a tierra. Entonces los aviones no tenían barriga, ni siquiera para quienes los pilotaban. El viento, aquí arriba, es más frío y más húmedo y sin embargo él llegó empapado de sudor. Yo aterrizaré inmaculadamente, usando el ligero vestido que me regalaron, con los ojos soñadores y las piernas ligeramente entumecidas por un viaje seis horas más corto. En 1916 el verbo volar empezaba a usarse con fines bélicos, hoy el cielo que cubre nuestro planeta es una sopa de basura espacial.
Han pasado sólo 103 años, poco más de la edad mi padre.
Volar.
Los verbos tienen su propia biografía.
Hacer lo que para nuestra anatomía es imposible.
Volar. Juego con palabras de otros idiomas que suenan de forma parecida y mi imaginación traza en el aire un doble rizo. Voler, que en catalán significa querer, desear, merecer. En francés, volar es sinónimo no sólo de volar, sino de hurtar. En italiano, volere también es querer. ¿Qué tendrá que ver volar con querer? Imagino que en vez de decir “te quiero” digo “te vuelo” y ensueño más. ¿Qué pasaría si en vez de sobrevolar el paisaje lo sobrequisiéramos? Las aves vuelan, las aves aman, las aves juegan, y a mí me quedan aún 10 minutos para declinar verbos desde el aire. Lloveré el suelo que pisaré con declinaciones infrecuentes:
Te vuelo
Me lluevo
Aleteémonos…
Poco a poco, a mi alrededor, el mundo se transforma.