Ver, oír y sentir las letras. La “D” es una puerta

“Siempre han existido hombres que cuentan historias. (…) todo el mundo escuchaba con atención al hombre que hablaba y temían por su desaparición. (…) había entre los asirios, hace muchos siglos, un hombre al que se le ocurrió que podía dibujar los momentos claves de las historias. Quería hacerlo con trazos sencillos y reconocibles. (…) comprendió así que la forma de los objetos es ilimitadas pero su nombre no lo es. Tenían que encontrar la forma de dibujar su nombre y, comprendió que dibujar su nombre era dibujar los sonidos de su nombre. (…) todos estuvieron de acuerdo y decidieron que él seria el hombre que hace letras”.  El diseñador Alberto Corazón imagina en “El hombre que hace letras” que fue así como comenzamos a escribir el mundo.

Nuestras letras fueron primero sonidos que correspondían a objetos concretos. Para plasmarlos desarrollamos dos caminos: dibujarlos escuetamente (pictograma) o intentar representar el primer sonido de la palabra dicha.

Son las culturas nómadas, la de los comerciantes, pastores y cazadores, las más interesadas en encontrar un vehículo que permita el intercambio de objetos e ideas con quienes se iban encontrando en el camino. Cada uno de los signos que constituyen hoy una palabra escrita tiene una larga historia mantenida por la necesidad y el ingenio.

La forma de las letras no es casual, es una simplificación gráfica de ideas o representaciones de sonidos. Por ejemplo, la letra M con la que escribimos “mar” o “mamá” procede de la ondulación del mar de los hieróglifos, una forma que fue adoptada por los semitas, fenicios, etruscos, griegos hasta llegar el latín. Por el camino va sufriendo las modificaciones necesarias para que su réplica sea más y más fácil.

La palabra escrita nace con la rebeldía del pensamiento abstracto y la imaginación simbólica. Si los signos han caminado hacia la homogeneización es precisamente por la voluntad que tenemos los seres humanos de comunicar nuestros pensamientos, deseos, necesidades, sueños, los relatos más complejos, los afectos más sublimes, nuestros temores y alegrías, nuestro poder.  La trascendencia. Los emperadores y reyes de nuestra historia han tenido siempre un deseo común: transmitir su autoridad, y para ello buscaron signos que les ayudaran en esa tarea. Por ejemplo, en la arquitectura de la Roma clásica se usaban las letras para transmitir las conquistas del arte de la guerra y las plasmaban comprendiendo que en sí mismas debían transmitir la autoridad debida. Por eso eligieron grabar la piedra con mayúsculas, la relación y la distribución de cada palabra estaba medida, su escala también. No extraña que aún hoy la columna de Trajano sigue siendo una inspiración en el mundo del diseño y la tipografía.

Cuando aprendemos a escribir hacemos lo mismo: dibujamos la letra y la asociamos con un sonido vinculado con algún objeto. Repetimos el camino desde el origen. Las personas con cerebros diferentes aprenden a escribir y leer representando cada letra con arcilla, por ejemplo, es decir, convirtiéndolas en un objeto en sí mismas.

Delicadeza empieza por D. Me pregunto con qué sonido podría asociarse esta palabra abstracta e imagino el dedo de un adulto acariciando a su hijo recién nacido. Mi garganta no es capaz de reproducir un roce tan leve. Regreso a los orígenes de la D. ¿Cuál fue el objeto al que se refería aquel primer pictograma que con el tiempo se convirtió en esta consonante dental oclusiva sonora? Su forma delata la procedencia griega, a la que denominaban Delta. Era un triángulo equilátero, con una de las puntas orientada hacia la derecha, como si fuera una punta de flecha. Una especie de triangulo púbico en movimiento, como si quisiera llegar a algún lugar, una especie de triángulo vital. Es símbolo es coherente con el nombre porque Deltha/os además de referirse a la letra “D” significaba “misiva”, es decir, un texto escrito y remitido, un texto en tránsito. Me agrada imaginar que la D de Delicadeza remite a algo en movimiento, porque no hay mejor Delicadeza que la que crea vínculos.

En hebreo la D sonaba de manera parecida (Daleth) pero su representación era otra: una especie de T con el lado derecho más corto que recuerda al objeto al que se refería, la parte superior derecha del Dintel de una puerta. La palabra Puerta/Daleth remite a tránsito, al punto que atraviesan las palabras y las personas para ir de un lugar a otro, una vía de comunicación, por eso se usaba también para indicar “camino”, “circulación” o “flujo”, concretamente un recorrido que otorgaba a quien lo llevara a cabo una ganancia física y espiritual.

¿Pero cómo empezó todo? Por lo visto el precedente inmediato de Delta/Daleth es un pictograma egipcio. Existía en aquellos jeroglíficos un símbolo cuya pronunciación era el sonido d (o dj) y representaba una mano tendida, abierta. ¡La Delicadeza como una puerta abierta que tiende puentes y facilita la comunicación! Ya sé que lo mismo podría decir de las palabras Dátil, Dolor o Dinosaurio, pero ¿No es cierto que a la Delicadeza le sienta como anillo al Dedo imaginarla como una puerta que anuncia un nuevo mundo, una apertura hacia lo otro?. Ah, sí, la Delicadeza como tránsito.

¿Existiría esta D en las primeras tablas de arcilla escritas, en Mesopotamia? “En el año en que el gran río Éufrates se desbordo tres veces, yo, Lipit, escriba del Rey, grabo estas palabras sobre tablillas de arcilla para que engañen a la muerte, y sobrevivan a mis recuerdos.”, cuenta una de aquellas tablillas sumerias. ¿Incluían la D? Por lo visto, sí. En el alfabeto cuneiforme (siglos IX-VII a. C.) el quinto sonido representado es de la letra D,  una especie de verja compuesta por tres flechas verticales y una horizontal en la base.