Trabajar en equipo como en una jam session

Durante los años en que arrancaba mi productora no había semana que no fuera a una jam session o a algún colmao flamenco para disfrutar, contagiarme y recordarme qué tipo de equipo de trabajo quería en mi pequeña empresa. Eran locales pequeños, lo que facilitaba que público e intérpretes se rozaran en algún momento de la velada. Sucedía en esas noches en las que parece que sólo salen l@s noctámbul@s empedernid@s; normalmente martes o miércoles porque de jueves a sábados en los mismos lugares se ofrecían espectáculos peinados, esos en los que un grupo concreto interpreta un repertorio preciso. Acudía con mi pequeña libreta, porque sabía que en algún momento de sus improvisaciones, pruebas, ensayos, errores, aciertos, su búsqueda de inspiración o su arrebato me contagiaría. Las personas que interpretan una pieza musical desean un único bien común: que esa melodía sea lo más bella y armónica posible. En ella todos los sonidos tienen un sitio que siempre está en relación con otro sonido (o silencio). En las sesiones de improvisación a las que acudía se añadía otro valor más: cualquiera que subiera al escenario con su instrumento (en los que incluyo la voz) para sumarse a la melodía lo que buscaba era lo mismo: un lugar en esa vibración común donde su aportación se diluyera en la belleza durante un tiempo. Me gustaba ver cómo sonreían, fruncían el ceño, dialogaban con su instrumento, se daban paso, se respetaban, se sumaban, se retiraban, reían con alguna ocurrencia juguetona… No abrían la boca y sin embargo se estaban contando mil emociones sin nombre.

Una de las primeras decisiones que tomé fue llevar una melodía al rodaje, aquella que de alguna manera contagiara el ritmo a la hora de mover la cámara y sirviera para localizar la emoción que quería transmitir en el documental. Soñaba con que se pudiera mecer su cámara en vez de moverla. Que la persona responsable de la realización sintiera lo inefable de la historia porque desde allí podría construir una poética en armonía con la mía. Me decía que la directora de cine que quería ser debía percibirse como impulsora y parte de una de esas improvisaciones irrepetibles.

Con el tiempo me convertí en una creativa capaz de entrar y salir de proyectos en los que podía asumir diferentes tipos de funciones y rangos. Aprendí a preguntarme cuál era la melodía del proyecto, la vibración en la que me debía de fundir para formar parte de la mejor composición posible. No siempre es fácil porque no todos los miembros de un proyecto se paran a escuchar su melodía, tan pendientes como están de su minuto de gloria, pero en muchas ocasiones he sentido la alegría que supone crear-en-relación. Cuando sucede suelo explicarme ese éxito poniendo en valor el tiempo compartido, el conocimiento del otro, su generosidad, la afinidad, la cualidad ilusionante del proyecto, la inteligencia de quien ha creado el equipo… Sin embargo, hasta ayer no me di cuenta de que existía una palabra capaz de explicar qué entiendo por trabajar en equipo: Comunión, entendida como una alianza armónica entre dos o más personas que se sienten parte de un todo. Una forma de deshacerse en lo común.

Ya sé que la palabra tiene connotaciones religiosas, pero primero fue la palabra  (koinonia) y luego la religión católica.

Sucedió hablando por teléfono con otra persona creativa a la que me acababa de remitir uno de mis proveedores, con quien estoy organizando una PopUp narrativa. En apenas dos minutos de conversación aquella mujer y yo, lejos de competir, nos dábamos ideas para hacer crecer el proyecto. No hicieron falta protocolos ni acuerdos previos, sucedió con el espíritu de dos chiquillas que se encuentran en la orilla del mar con el cubo y la pala (juguemos, probemos) y con el conocimiento de quien sabe qué valiosa es la pasión creadora cuando se enciende.

Y ahora, cada vez que pienso en el PopUp con el que mi cliente va a dar a conocer su producto, me digo “qué suerte tenemos por permitirnos crear algo así, será una bella jamsession” y tarareo sabiendo que los contratos se quedan a la altura del tobillo cuando se encienden las alianzas creativas.