Últimamente tengo la sensación de estar editando el libro de mis diálogos con el mundo. Es algo que va más allá de mi voluntad, como si ciertas palabras quisieran ocupar otro lugar y cuando lo hacen el suceso pudiera cambiar sutilmente. “Transformación” transforma, como “Miedo” hace temblar cuando se pronuncia o “Viento” despeina a quien lo lee.
No hablo de poética del lenguaje, aunque lo parezca, presto atención al momento en el que la palabra aparece en mi mente y cómo la deposito ante la realidad al nombrarla o pensarla.
Cada palabra es fruto de una experiencia compartida por millones de personas a lo largo de cientos de años, se refiere a un suceso común tan repetido y reconocido que nuestros antepasados necesitaron darle un nombre para desentrañarlo. Cada sustantivo, cada verbo, cada adjetivo que hoy usamos posee un ADN particular, fruto de la aportación genética de otros términos preexistentes. Consciente del largo camino que un término ha realizado para que podamos usarlo en nuestra comunicación, presto atención a lo que digo.
La palabra ¿es mapa o territorio?
Por supuesto, si tuviera que reparar en cada una de las palabras que pronuncio a lo largo del día me sumergiría en una locura de autocontrol, como ese colegio de cartógrafos al que se refería J.L. Borges en Del rigor en la ciencia. Aquellos cartógrafos levantaron un mapa de un Imperio que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. En este sentido prefiero identificarme con lo que me dijo Manuel a la sombra de los ciruelos en flor: “la única ley del cocinero es no dar de comer a los comensales lo que no se comería el”. Es decir: tomo conciencia que cuando narramos otorgamos palabras cargadas de significados sutiles que las personas que las reciben terminan destilando en sus actos.
El acto de comunicar es más orgánico de lo que parece. Es más, a la hora de decir el mundo también se puede tener en cuenta la energía desde la que se habla, la frecuencia en la que se emite el mensaje y la vibración que se genera con el relato.
Imagina un pincel en la punta de tu lengua
Vivimos en compañía de millones de palabras que conocemos y no conocemos, pero que contienen la historia de la humanidad, con todas sus experiencias dentro. Nada más oírlas las guardamos en la maleta del inconsciente, donde esperan ser tomadas en el día oportuno. En la corta vida de un individuo es posible que haya cientos de palabras que queden en silencio.
Mi mirada en torno al lenguaje me permite afirmar que no se quedan calladas envueltas en celofán, sin relacionarse con el resto de las palabras dichas. Las que nos permitimos nombrar llevan trazas de las silenciadas, del mismo modo que una caricia puede presagiar un bofetón cuando percibes que la mirada de quien te toca da un giro.
Pues bien, en las últimas semanas me acompaña la palabra “Transformación”. Es como si la llevara en el cielo de mi boca y desde la punta de mi lengua pudiera pincelar el suceso en el que estoy participando para modificarlo sutilmente.
Mi particular Nendo Dango
Si pincelo los cambios que están sucediendo en mi vida con la palabra “Transformación” ¿modifico mi experiencia? Defiendo que nuestra forma de decir afecta a nuestro hacer así que me toca ir más allá: Si esa palabra se ha instalado entre mis alveolos, mis dientes, mi laringe, es pertinente que repare en ella y observe qué sucede cuando le doy mi aliento. Así que pienso, digo (lleno de aire) y escribo: trans-for-ma-ción. Y la añado a cada paso, en cada lugar donde poso mi mirada, como hacen las mujeres que caminan:
Mis manos, transformación. Mis textos, transformación. Mis conversaciones, transformación. Mis relaciones, transformación. Mi alimento, transformación. Mi garganta, transformación. Mis compromisos, transformación.
No es una cantinela, no la nombro de manera fortuita al andar, aunque tampoco estaría mal. De hecho Masanobu Fukuoka plantea algo parecido con sus Nendo Dango, bolas de barro preñadas de semillas: lanzarlas y dejar que se relacionen con el territorio. Pero en este caso obro de manera diferente: hoyo la tierra/ substantivo con la punta de mi lengua, coloco la palabra preñada/semilla (en este caso “Transformación”) y…
Florecimientos
Por el momento voy percibiendo que en mi recorrido florecen otras: la compasión, el compromiso, el dolor, el respeto, los límites, la honestidad, la rendición, la ligereza… Estoy dejando que interactúen en las capas más profundas del lenguaje, esas en las que se fraguan las frases. Ahora tomo la paciencia de jardinera y, mientras tanto, afirmo que:
Quien toca, es tocado.
Quien dice, se dice.
Porque cuando narramos también formamos parte de la trama de la vida.