Mireia tomó unas tijeras y los rotuladores de colores y fue a vérselas con el ridículo. “¡No es miedo, mamá!”, había exclamado unas horas antes. Es decir, no se trataba de un enfrentamiento, el asunto consistía en aliarse con él. A los 9 años se pueden tener propósitos firmes y sólidos; el suyo era hacer el sombrero más ridículo, cuanto más ridículo, mejor. Ese sería su éxito.
¿Te consideras una persona adulta? Pues bien, imagínate por un momento diciendo alguna de estas afirmaciones: “Uy, perdona, tengo prisa, es que mañana quiero hacer el ridículo lo mejor que pueda y necesito concentrarme”, “Ando dándole vueltas a cómo hacer el ridículo bien, ¿tienes alguna idea?”, “Esta mañana he hecho el ridículo más espectacular de mi vida, ¡celebrémoslo!”, “Qué ganas de hacer el ridículo me están entrando, ¿te apuntas?”.
Supongo que en principio te parecerán absurdas, sin embargo creo que se trata de todo lo contrario: son “palabras mayores”, de ahí que nos resulte inverosímil utilizarlas.
Para quien no conozca el refranero, “eso ya son palabras mayores” es un modo de dar a entender que lo que se acaba de decir entraña más gravedad o importancia de lo que parece. Y en este caso lo importante es que los adultos solemos tener miedo al ridículo. De hecho es uno de los miedos más comunes entre las personas dedicadas a actividades creativas y entre quienes deben expresarse en público.
El miedo al ridículo nunca viene solo
Hacer el ridículo es un miedo que no viene solo, va ligado a otros como temer no dar la talla, que no te quieran, mostrar tus fragilidades o que te desenmascaren. Aunque no importa el lenguaje en el que nos expresemos, aquel en el que se hace muy evidente es en la oratoria porque cierra la garganta, traba la lengua, genera autocontrol en los gestos, deja la mente en blanco, y decenas de síntomas más.
No sé si Mireia sintió alguno de estos malestares, lo cierto es que contaba con un salvoconducto: sus 9 años.
La aventura de vérselas con el ridículo comenzó una hora antes de ir al colegio. En medio del “levántante”, “vístete”, “desayuna”, “toma la merienda” y “¿llevas todo?” Mireia reclamaba a su madre que le sacara un sombrero de donde fuera, que era importantísimo. La idea de ir al colegio sin él le pesaba en la espalda, haciendo que se moviera más lentamente y retorcía su garganta hasta convertir su voz en un lamento. Supongo que para una madre a contrarreloj este tipo de demandas pueden sonar a un “¡más difícil todavía!”, el caso es que los armarios se resistían a escupir un gorro y la paciencia empezaba a llegar al límite.
– “Es que si no lo llevo me darán uno de papel en clase”.
– “Pues que te lo den, Mireia, no pasa nada, no puedo darte un gorro”
– “¡Mamá, no me escuchas!”, respondió. Lo dijo de modo tan firme que la madre se quedó quieta y la escuchó.
El año anterior había usado un gorro de papel y una niña se rió de ella diciéndola que estaba ridícula. No quería que volviera a suceder.
“Muy bien, cariño. Cuando termines de vestirte lo hablamos”, respondió su progenitora. Se trataba de una estrategia para meterse en el baño y consultar en Google “qué hacer si tu hijo/a tiene miedo al ridículo”, pero no encontró nada que pudiera inspirarla, así que regresó al cuarto sin trucos. Mirilla la estaba esperando, vestida, y dispuesta a continuar la conversación.
Magia para transformar el miedo
– “¿Entonces, tienes miedo al ridículo, Mireia?
– “No, mamá, no es miedo. Es que VOY A HACER EL RIDÍCULO”
– “¡Ahhhh, que vas a hacer el ridículo! El asunto consiste vas a hacerlo. Pues si lo vas a hacer sé la mejor, pásatelo bien, haz EL SOMBRERO MÁS RIDÍCULO. Así, si la niña te vuelve a decir “estás haciendo el ridículo” tu dirás “¡Claro, de eso se trata!” ¿qué te parece la idea?”
Mireia encontró la propuesta absolutamente lógica. Probablemente Lewis Carroll se rendiría ante ella también o al menos la incluiría en uno de los relatos de Alicia en el País de las Maravillas.
Y así, por el camino de la lógica sin tabúes Mireia se fue al colegio dispuesta a darle la vuelta al fracaso a base de recortar y pintar, es decir, usando su creatividad e imaginación. Aquella mañana, en el colegio, bien podría aparecer El sombrerero loco dispuesto a aplaudir el resultado y quizás le acompañaran el Gato de Cheshire, la Liebre de Marzo y la Reina de Corazones.
Más allá del fracaso hay mil caminos
Mientras escuchaba a su madre recordé una reflexión de Jack Halberstam que unos meses atrás llenó de nuevos argumentos mis pinitos en el clown: mientras fracasa, el payaso imagina otros objetivos para la vida, para el amor, para el arte y para el ser. El filósofo propone entender el fracaso como forma de resistencia al orden dominante, como arte, como crítica, como forma de señalar que “el sentido común heteronormativo” es disparatado por su forma estractivista, expoliadora, violenta e injusta de entender el éxito. Frente a este éxito, defiende el fracaso inconformista que permite unas prácticas y estilos de vida alejados del “pragmatismo” oficial.
Aquella mañana, mientras hacía el sombrero más ridículo, Mireia permitía que el mundo adulto (al menos el mío) se abriera con naturalidad a senderos irreverentes, sin triunfos ni éxitos ni aplausos ni tontunas, ni terapias, ni alfombras rojas, ni grandes titulares. ¡Egos fuera!.
Estuve toooodo el día esperando a ver cómo era aquel sombrero.