El viajero que no sabía decir adiós

La primera vez que partió se parecía al resto: caminaba alegre, ufano por conocer aquello que se escondía tras el horizonte. Dejaba atrás su tierra con la promesa de regresar más sabio o más rico o simplemente para devolver a los suyos aquello que le había sido otorgado. Dejaba una parte de sí a sus espaldas pero la necesidad de nutrir sus pulmones con aires nuevos era mayor que el peso de sus afectos. Por otra parte no se puede temer demasiado cuando ni siquiera se sabe qué implica viajar.

A medida que se acercaba a su primer destino se dio cuenta de que un fino cordón le enlazaba con su lugar de origen sutilmente y al mismo tiempo con firmeza. Apenas era un hilo grueso, pero tan claro que sus pies lograban reconocerlo en cada paso, lo que le permitía caminar sin romperlo y sin que se le enredara entre las piernas.

Durante su estancia en el lugar de acogida supo ser feliz. Cada día guardaba en su mochila una parte de los tesoros que encontraba, agradecido, hasta que llegó el momento de emprender de nuevo el camino. Nada más iniciar la ruta descubrió que los hilos que sus pies sabían sortear se habían multiplicado. Esto le exigía estar más atento al camino, lo que implicaba dejar de mirar al horizonte. Aún así, caminar seguía haciéndole feliz, se sentía libre y abierto a lo desconocido.

La gratitud, la lealtad y la incapacidad para desprenderse

Cuando llegó al nuevo puerto lo primero que sintió fue alivio. Al fin dejaba la mochila en su habitación. La idea de alargar su estancia durante unos días le resultó reconfortante. ¡Se daría más tiempo para callejear, conocer a otras personas caminantes y crear nuevos vínculos!. Fue guardando en su equipaje nuevos y preciados tesoros hasta que llegó el día en el que se sintió lo suficientemente fuerte como para continuar su viaje.

Nada más abandonar la ciudad comprobó que sus pies tropezaban con frecuencia. Los hilos que había creado durante su estancia se habían sumado a los anteriores y creaban una red preciosa que le exigía observar exclusivamente el suelo que pisaba. Aún así, era capaz de sentir el rumor del río, gozar de la sombra de los árboles y aspirar el aroma de las flores. Pese a que no pudiera contemplarlos y apenas tuviera tiempo cada mañana para observar el horizonte y recordar hacia dónde quería ir, el viaje seguía dándole sentido a su vida.

Al llegar al tercer destino decidió alquilar una casa, estaba indescriptiblemente agotado, necesitaba descansar. Los días se transformaron en años y empezó a percibir aquel lugar como su segunda patria. Como era habitual en él, fue creando generosas relaciones con las que intercambió instantes muy preciados y siguió llenando su mochila de recuerdos. Sin embargo, seguía percibiéndose como viajero, le encantaba sentarse a la puerta de su casa, y contemplar el ir y venir de otros seres nómadas. En sueños se veía en movimiento, descifrando el horizonte, libre. Pospuso varias veces el comienzo de su nueva etapa porque no se sentía lo suficientemente capaz hasta que un día se arrancó del sitio, más agarrado al coraje que al placer, y volvió a ponerse en ruta.

Las tijeras doradas y la noche más larga

Los hilos se habían multiplicado tal manera que le costaba mantener el equilibrio al andar. La mochila le curvaba la espalda. Todo en él eran monólogos en torno a los compromisos adquiridos y el peso de los legados. Envidiaba la ligereza de los caminantes que pasaban a su lado. Su mente empezó a crear estrategias de supervivencia para no perder el resuello. A medida que olvidaba disfrutar de las bondades del camino éste se iba estrechando hasta convertirse en una cuerda en medio del abismo. Sobre ella, intentando mantener el equilibrio, sus pasos se hacían más y más cortos.

Una tarde, agotado, se sentó en el borde del vacío: O se desprendía de alguno de sus tesoros, o cortaba algún hilo, o no podría seguir caminando. Ya no se trataba de ser nómada o sedentario, simplemente no podía moverse más.

El sol empezó a apagarse.

Buscó en su mochila unas tijeras de oro.

Comenzaba la noche más larga de su vida.

Para narrar es imprescindible saber decir adiós

Narrar es un acto que obliga a asumir las despedidas. Al fin y al cabo, cada vez que elaboramos un relato y lo entregamos a un espectador, una lectora, un oyente, nuestro público… deja de estar en nuestras manos para formar parte del imaginario ajeno. Nuestra canción deja de ser nuestra, nuestra película nació para ser de otros, nuestros lienzos mueren de tristeza si no abandonan nuestro atelier. Las personas que narramos deberíamos ser expertas en decir adiós, sin embargo a lo máximo que llegamos es a improvisar cierres porque los senderos para crear una obra están señalados pero nadie nos enseña a desprendernos de ella.

El pasado viernes cerramos el “Nárrate con delicadeza” con el que arrancamos la primavera. Nuestro último juego giró en torno a experimentar el salto al vacío que supone «entregar» un relato. Cada persona del curso imaginó un nuevo destino y lo habitó durante unos instantes. Practicamos varios verbos: reconocerse, confiar, celebrar, desprenderse…