Todos los relatos nacen del silencio

Sentir qué sucede cuando se desliza el silencio sobre el ruido hasta volverse lengua de tiempo. Dejar que suceda. Observar cómo nuestro aliento se convierte lentamente en un azucarillo. Podemos inducir el silencio, vivir ese espacio de máxima intimidad y habitarlo con el único deseo de poder contarlo.

Qué dulce e inquietante incoherencia, si hay algo que no se puede decir es precisamente el silencio y, sin embargo, es aquel el lugar donde germina toda creación. Quien narra trata de evocar, en algún momento, por medio del lenguaje lo que, por esencia, escapa de él. El silencio, antes que nada, es una experiencia que para quien narra se convierte en un tercer estado: no es silencio, pues es nombrado, y tampoco es del todo dicho.

De ahí que, irremediablemente, aparezca en mis experiencias narrativas. Se hace presente desde el primer momento, ese en el que aún no conocemos nuestros nombres, y que va tomando cuerpo en cada encuentro, llenándose de matices a medida que avanzan los talleres, porque el silencio, crece y adquiere formas en el tiempo.

Creímos que al principio fue el verbo

Por ejemplo, en “Nárrate! (con delicadeza) el silencio toma forma (y por tanto presencia) en el cuarto encuentro. Ese es el día en el que entrego los recursos estilísticos y retóricos a las personas que quieren narrar, se los ofrezco como cañas con las que pescar bocados de silencio. A esas alturas ya se han asomado a la vega del susurro, se han mantenido en la orilla de las palabras y los actos, han atendido a lo que no tiene nombre y sentido su presencia hasta casi palparla…, de modo que en ese cuarto encuentro se dejan atravesar por el deseo y atrapan sílabas y letras capaces de esculpir el silencio. Sólo entonces prestamos atención a la estética, la retórica y sus trucos.

¿Por qué abordarlo al cuarto día, justo en el ecuador del taller? Porque defiendo que el proceso narrativo encarna la filogenia del lenguaje. Si miro hacia atrás en el desarrollo evolutivo de nuestra cultura encuentro que durante siglos los matemáticos de Occidente consideraron que la unidad era el punto de partida. No se concebía que la nada pudiera ser cuantificable,  que el cero pudiera ocupar su propio lugar en la aritmética. Del mismo modo, situamos el verbo en el principio.

¿Cómo pudimos vivir cegados a la existencia del infinito cero, la ausencia, el silencio, durante tantos años? ¿A qué lugar relegaríamos aquellas experiencias que nos enmudecen, como lo sagrado, el espanto, la presencia del/la amado/a, la caída de la nieve, los amaneceres en medio de la niebla? Gracias al silencio, en la partitura el canto del ave se hace canto.

Lo que se esconde en la esquina de las palabras

Curiosamente, hasta la más excelsa de las plumas busca liberarse de esa imposibilidad del lenguaje que los principiantes creen que es un defecto suyo. Quienes narramos sabemos que, al formular una frase siempre nos espera el punto de partida, un silencio que debemos hacer hablar para que nos cuente lo que sabe. Las personas que comienzan a narrar creen que ese “no poder decir” se debe a su falta de pericia cuando lo que les sucede es algo intrínseco en el acto de narrar: esa esencia que percibimos y que deseamos narrar siempre quiere eludir el sonido y se esconde en la esquina de las palabras.

Afortunadamente esa búsqueda, ese juego, ese inquietante baile, tiene un espacio propio en literatura. Octavio Paz aborda el proceso de selección de la palabra en los Trabajos del poeta de esta manera tan afinada:

“Ronda, se insinúa, se acerca, se aleja, vuelve de puntillas y, si alargo la mano, desaparece, una Palabra. Sólo distingo su cresta orgullosa: Cri. ¿Cristo, cristal, crimen, Crimea, crítica, Cristina, criterio? Y zarpa de mi frente una piragua, con un hombro armado de una lanza. La leve y frágil embarcación corta veloz las olas negras, las oleadas de sangre negra de mis sienes. Y se aleja hacia adentro.  El cazador-pescador escruta la masa sombría y anubarrada del horizonte de amenazas, hunde los ojos sagaces en la rencorosa espuma, aguza el oído, olfatea. A veces cruza la oscuridad un destello vivaz, un aletazo verde y escamado. Es el Cri, que sale un momento al aire, respira y se sumerge de nuevo en las profundidades. El cazador sopla el cuerno que lleva atado al pecho, pero su enlutado mugido se pierde en el desierto de agua. No hay nadie en el inmenso lago salado. Y está muy lejos la playa rocallosa, muy lejos de las débiles luces de las casuchas de sus compañeros. De cuando en cuando el Cri reaparece, deja ver su aleta nefasta y se hunde. El remero fascinado lo sigue, hacia adentro, cada vez más hacia dentro

El silencio, ese “tercer” incluido, otra dimensión de lo real

Mircea Eliade acuñó un término para esta experiencia: “silencio poético”. Este filósofo, historiador de las religiones y novelista rumano lo identificó con lo inaudible, como un tercer incluido (aquello que es a la vez A y no-A), entre el signo y el sentido. No es un capricho poético, por ejemplo,  la luz tiene el comportamiento tanto de una partícula como de onda, pero ¿cuál de los dos es?

Según la física clásica, donde sólo hay un nivel de realidad, la luz puede ser tratada como onda, aunque en otras ocasiones, dependiendo del interés del momento, como partícula. Pero podemos intentar visualizar los contrarios, A y no-A, o sea onda y partícula como los vértices de un triángulo en otro nivel de realidad. En él es posible que los contrarios se unan y lo contradictorio deje de serlo. Del mismo modo, el silencio dicho es una suma posible y es entonces cuando el acto de narrar adquiere una coherencia que, en otro nivel, podría entenderse como incoherencia.

R.M. Rilke lo describió a su modo: “la mayor parte de los sucesos son indecibles. Suceden en un ámbito que nunca holló palabra alguna. Y más inexpresables que cualquier otra cosa son las obras de arte (Cartas a un joven poeta).

No es que no sepamos escribir, es que todo texto está preñado de silencio y la creación narrativa fluye siempre entre lo decible y lo inefable.

En medio del ruido, la palabra enmudece

Si bien hay autores que consideran que la poesía nace del inmenso ruido en el que vivimos al que hay que arrancarle un puñado de palabras, es decir, que entienden que cualquier texto nace del lenguaje gastado y repetido en el que crecemos y que aprendemos, los hay que, sin negar ese ruido, entienden que el trabajo de quien narra es precisamente encontrar el agujero del silencio en esa trama. En El silencio y el poeta George Steiner asegura que “la poesía proviene de la intensidad y los poderes purificadores del silencio frente a la corrupción moderna del lenguaje”.

Julien Gracq, se relaciona con él de manera orgánica. En El mar de las Sirtes, por ejemplo, habla del silencio como de algo que «se hacía cada vez más espeso, como la niebla de la mañana. Espeso e inmóvil».

H. D. Thoreau, convencido del nexo que vincula el silencio con la naturaleza, construyó una casa donde pasó dos años frente a una laguna, escuchando a la naturaleza y su conciencia, tal como cuenta en Walden. A este libro pertenece esta afirmación: «Solo el silencio es digno de ser oído«.

Roberto Juarroz, en su Cuarta Poesía Vertical, refiriéndose a las palabras y su condición híbrida (sonido preñado de silencio, silencio encarnado en el sonido), dice:

Las apoyamos unas en otras

y el edificio cede.

Las apoyamos en el rostro del pensamiento y las devora su máscara.

Las apoyamos en el río del amor

y se van con el río”.

Lo que llamamos “muerte«, podría nombrarse “exit-o”

Y así, y por eso, al acabar un poema, un relato, una novela, un ensayo, aparece un nuevo ensayo, un nuevo verso, una nueva frase, un nuevo rapto,  y de manera inevitable vamos depositando junto a nuestra sombra una historia de vida narrativa. De ella no cesamos de formar parte, no importa lo breve que sea, lo aplaudida, lo secreta, lo cierto, lo único cierto, es que al final nos haremos silencio. Allá donde todos decimos “muerte” quizá debiéramos escribir “exit-o”.

Quienes acuden a Narrate! (con delicadeza) no tienen por qué saber que están condenados/as a tal éxito ni que en la cuarta tarde de nuestro viaje experimentarán con cierto asombro uno de los “problemas” del arte contemporáneo, aunque reconozcan el síntoma de nuestra era. Según Susan Sontag, «el lenguaje es el más impuro, el más contaminado, el más agotado de todos los materiales que componen el arte»; en esta era del ruido multiplicado por la tecnología esta característica se acentúa aún más, de ahí que a cualquier artista (entre quienes nos incluimos las/os narradoras/es) le falten las palabras. El silencio no sólo nos espera sino que, mientras llegamos, parece devorar letras, sílabas e incluso comas.

Y aún así, aunque las/os nuevas/is narradoras/es sepan ahora, con este texto, aquello que podrá suceder en el cuarto encuentro, aunque les explique hoy que su sensación de torpeza es precisamente lo que les incorpora en la estela de la creación literaria, ¿de qué vale si su boca no ha masticado gozosamente el silencio?

Las atmósferas del silencio

Creo que nadie puede contar aquello que de alguna manera no ha experimentado. No hace falta haber matado a nadie para contar un asesinato, pero sí hace falta reconocer la ira, la frustración, la indignación o cualquiera de las emociones que impulsarán a tu personaje a llevar a cabo ese acto. Si cualquier narración se origina en el vertiginoso mutismo que nos acompaña, hemos de quedarnos a solas con nuestro silencio y escucharlo y mirarnos en él.

La poeta y ensayista Menchu Gutiérrez es capaz de nombrar decenas de silencios literarios: El silencio de la nieve, la noche o el desierto en la literatura en diálogo con lo que sucede en la pintura o la música. El silencio de la cueva. el silencio del paisaje, el de los espejos y del rostro. Las atmósferas del silencio, sus cosmogonías. El silencio de las nanas flamencas, el de las sirenas. La música interior, el silencio místico y poético. El yoga del silencio. El silencio prenatal y el silencio de la muerte. El silencio del miedo. El silencio del secreto.

En una tarde no es posible recorrer todo este itinerario, pero sí asomarse al balcón de un paisaje tan abundante para luego, cuando llegue el momento de la creación en soledad, reconocer sus valles, ríos y montañas con regocijo.

Así como reconocemos que hay centro en la medida que hay márgenes, o luz, en la medida que hay sombra; sólo hay palabras donde hay silencio. Esta paradoja se presenta como una aporía, como un callejón sin salida o dificultad lógica que quien narra supera en cada acto creativo.

Preferiría no decirlo

Es cierto que el silencio ha sido y es el protagonista de numerosas indagaciones en diferentes áreas del conocimiento, desde la filosofía del lenguaje (Wittgenstein, Russell, Max Colodro, Javier Muguerza), el psicoanálisis (Freud, Reik, Morgenstern, Fliess, Lacan, Kristeva), la sociología (Peter Burke, Edward T. Hall), y la semiótica (José Luis Ramírez, Rogelio Tobón), hasta la literatura (Blanchot, Octavio Paz, Nuria Amat, Menchu Gutierrez), el feminismo (Irigaray, Cixous, Enna Castillo Montero), y las religiones (Paul Fenton, Óscar Pujol, Shizuteru Ueda, André Neher, Alfonso Álvarez) pasando por las reflexiones multidisciplinarias de Foucault, Barthes, Steiner, Sara Maitland, Ramón Xirau y David Le Breton.

Podemos leer todos sus textos, perdernos en ellos, convertidos en eruditas/os del silencio. Podemos, incluso, convertirnos en uno más de esos bartlebys de la literatura que terminaron por callar como destino (Arthur Rimbaud, J.D. Salinger, Racine, Pepín Bello, Carmen Laforet, Juan Rulfo, Santiago Davobe…).

Narrar es un acto solitario. La soledad y el silencio comparten mucho más que la ese inicial, de ahí que quienes arrancan el proceso de crear un texto  las confundan. Es fácil que queden apresadas/os en el conocido como “síndrome del silencio” o “escritura del No«, en el que se sumieron grandes narradores/as, quienes, después de abordar el acto de escribir, asumieron que preferían no hacerlo y, por tanto, cesaron de escribir.

Narrar es no decirlo todo

La delicadeza que promuevo en el acto narrativo no procede de la mente, del logos, del uno, del orden de la palabra y su sintaxis, ni de la gramática, ni de los trucos de la retórica, sino que la antecede y tampoco es pasto exclusivo de las emociones individuales y compartidas. De ahí que promueva el silencio como una experiencia narrativa, situada en un terreno intermedio, en el poro de esa piel nuestra que comunica nuestro universo interior y el exterior.

Pero ¿se pude cesar de escribir antes de haberlo hecho? ¿No es eso sucumbir a lo que no se ha probado? Por eso incito a sentir el deseo de mojar los pies en la orilla de las palabras y no confundir la paradoja del silencio  narrativo con una imposibilidad que expulsa del proceso creativo. Esa es mi labor como guía: azuzar el fuego creativo, no marcar normas ni órdenes, ni corregir, ni tasar, ni medir, ni premiar, ni hacer sentir a quien crea que no sabe o comete errores.

Me sumo a la afirmación de la escritora, oradora y activista política sordo-ciega Helen Keller, en «Luz en mi oscuridad«: “Estáis tan acostumbrados a la luz que temo que deis un traspié cuando yo trate de guiaros a través del país de la oscuridad y del silencio. (…) Si tenéis la paciencia de seguirme, descubriréis que ‘hay un sonido tan sutil que nada vive entre este sonido y el silencio’, y que hay mucho más significado en las cosas que en aquello que se presenta a los ojos’”.

 

P.D. En imagen, un instante de la película «Stalker» de Tarkovsky, director ruso al que respeto, entre otras razones por su grandeza a la hora de expresar, representar y desentrañar el silencio.