Paradójicamente, a medida que vemos el mundo con más precisión lo observamos menos. Nuestros dispositivos móviles nos permiten retratarlo todo en cualquier momento y de manera cada vez mas ampliada, pero dudo que a fuerza de retener la vida en instantes nuestra capacidad para observar se vaya amplificando.
Nuestra pasión por lo visible es tal que olvidamos lo que de invisible palpita en cada cosa.
Ya sabemos lo suficiente. Desde diferentes ramas del conocimiento nos señalan que somos red, que eso que llamamos «fuera» nos constituye, que lo invisible es mucho más que lo invisible.. Si queremos narrar un futuro digno de ser creado necesitamos percibirnos de otro modo.
Observar la existencia, de la que formamos parte.
Ya sabemos lo suficiente y sin embargo los profesionales que narran el mundo siguen prestando atención casi exclusiva a la simple punta del iceberg: las tecnologías de la comunicación y la estética de sus relatos. Toca dejar de mirar la vida para empezar a observar la existencia, de la que formamos parte.
No hace falta más que recordar que la materia que podemos ver es sólo el 5% de la composición del Universo o que tú, yo misma, estamos constituidas por más energía que materia, para darnos cuenta que cuando miramos la vida estamos atendiendo a su manifestación mínima. El problema es que junto a esta percepción escasa de la realidad añadimos una creencia: que existe un “afuera” completamente diferenciado de nuestra existencia, que hay asuntos que no nos afectan. Que yo soy yo y lo otro es lo otro.
¿Pero qué sucede cuando un pequeño acontecimiento te toca el hombro y hace evidente que estás constantemente intercambiando energía, luz, información… o como quieras llamarlo, con tu entorno? ¿Qué sucede cuando sabes que nada de lo que cuentas te es ajeno, por lejos que suceda? ¿En dónde posa la mirada quien ha salido del sueño del individualismo? El siglo XXI avanza y ya sabemos lo suficiente. Revisa tus pequeños despertares.
Cuando la realidad te pesa en las pestañas
Demolían el edificio vecino. Al oír la detonación cerré los ojos de forma involuntaria. Cuando los abrí aquel bloque de cuatro plantas había desaparecido, sin embargo, una parte de él permanecía enredado en mis pestañas; eran motas de polvo que antes habían formado parte de un todo llamado «edificio» y raspaban mi cristalino. En aquel momento (cerraba el siglo XX) me pareció que había encontrado una metáfora capaz de describir la incapacidad para hacer visible todo lo que hemos visto.
Era algo meramente físico: percibía las infinitas e incómodas partículas suspendidas en el aire. Creaban puentes entre lo que se ve y lo que no se ve. La documentalista que era entonces sabía que la ciudad está plagada de edificios invisibles, nuestro trabajo es sacarlas a la luz. Cuando logramos ver más, establecemos vínculos con quienes habitan en esa cara oculta de la luna, les seguimos los pasos, dejamos constancia de su existencia en la barriga de nuestros aparatos electrónicos… sin embargo una vez que comenzamos a crear el relato nos encontramos con esa afirmación de Einstein: “Ni todo lo que existe se puede demostrar, ni todo lo que se puede demostrar existe”. El lenguaje nos resulta limitado, nos lleva a lugares que no son ciertos… y con el tiempo asumimos que es imposible atrapar la realidad porque no cesa, sigue trasformándose delante de nuestras narices.
Narrar es un acto, tan sagrado como cualquier otro
Olvidamos que el lenguaje es el camino que permite trascender la propia experiencia y convertirla en un legado. Que narrar es un acto tan sagrado como cualquier otro. Que en las cosmogonías de miles de culturas la palabra es el origen de un orden del mundo.
Ante aquella demolición comprendí que quienes narramos la realidad trabajamos con el polvo de lo que fue. Incluso nuestra tecnología, por sofisticada que sea, sólo registran las huellas de lo que ha sucedido. Nuestras cámaras sólo pueden registrar en presente y con una técnica adaptada a nuestros sentidos. Pero intuía algo más: Ese polvo que se enredaba en mis pestañas hería mis retinas, afectaba mi forma de percibir el suceso y en algún lugar me hacía ciega en silencio. Turbaba, pues, mi relación con la vida.
No recordé aquel instante hasta el día en el que me envolvió el vaho de un pequeño hammam. Había cruzado el umbral del siglo XXI. El agua evaporada de mi cuerpo y el de mi entorno se mezclaban, indistintamente, en un espacio intermedio entre yo y «lo otro”. Comprendí que existía una intersección fértil e indistinta entre mi cuerpo y ese agua evaporada y volví a pensar en mi condición de narradora:
Cuando la realidad muestra otra dimensión de sí misma
Sí, era cierto que cuando relatamos el mundo elegimos de todo lo que sucede una parte y con ella otorgamos sentido a un suceso. Sí, narrar nos reapropiamos de los hechos en tanto que los deglutimos. Sí, nuestros relatos terminan interviniendo en lo que sucede y por tanto es imposible la objetividad. Y sí, el observador afecta lo observado… pero en medio de esa bruma comprendí que todas estas afirmaciones respondían al viejo paradigma. En cada una de mis gotas evaporadas estaba todo mi ADN, podía contar lo universal prestado atención a lo minúsculo… y algo más: en la medida en la que estuviera conscientemente presente en el proceso narrativo, la realidad me mostraría una nueva dimensión de sí misma.
Ya sabemos lo suficiente. El siglo XX nos regaló la revolución cuántica, la neurocientífica, la informática… y aquella que permite entendernos como parte de la trama de la vida y que podríamos llamar “lo transpersonal” o “la no-dualidad”. Lo llaman “filosofía perenne” porque nos acompaña desde hace miles de años. Las últimas investigaciones sobre el nacimiento de las estrellas han demostrado que nuestro planeta y nuestros cuerpos comparten los mismos quarks libres, gluones y leptones, originados durante el nacimiento de nuestro universo. Literalmente, estamos hech@s de polvo de estrellas que murieron hace miles de millones de años. La microbiología está llegando a las mismas conclusiones: todo lo vivo es el resultado de la asociación de adecuada de eucariotas, arqueas, bacterias y virus.
Somos un organismo colectivo que habla en múltiples voces
Los seres humanos somos «organismos colectivos», un todo orgánico que es mayor que la suma de sus múltiples partes constituyentes. Somos el resultado de la interacción de los componentes del sistema y de las propiedades que caracterizan a estos componentes. La informática no solo nos ha ayudado a entendernos como nodos dentro de una red: se ofrece como un medio idóneo para que la humanidad comparta conocimiento. La neurociencia ya ha demostrado que nuestras sinapsis cerebrales son impulsos eléctricos, hace siglos que sabemos que nuestra voz son ondas. La razón poética nos recuerda que la metáfora permite dar luz a nuestra voz interior. Como individuos y como sociedad nuestros vínculos modifican la evolución de este gran biosistema al que pertenecemos. Individual y colectivamente nuestros actos forman parte de la trama de la vida. Nuestros relatos también.
Quienes narramos deberíamos abrirnos a esta nueva forma de entender la vida que apela a la unidad en la diversidad, a una percepción del «yo» que lleva implícito un «nosotros» universal. Las facultades en las que se hoy se forma a los futuros profesionales de la narración deberían integrar otras ramas del saber en el curriculum. Necesitamos crear «una esperanza imaginativa para describir un futuro digno de ser creado», como reivindica Richard Louv, cofundador de Children & Nature Network, y esto no es posible si no abrimos nuestra consciencia.
(Este artículo fue publicado en la revista Ecohabitar, el 1 de junio de 2020. Te animo a que sigas esta ventana, en la que voy desarrollando mis reflexiones sobre lo que entiendo por Narrativa Regenerativa, un concepto relacionado con la Agri-Cultura Regenerativa )