“Lloro cuando los demás lloran. Celebro que todavía pueda llorar y deseo que me queden otros 25 años de profesión en los que pueda seguir haciéndolo, porque no puedo imaginar que se me congele el corazón”. ¿Qué extraña celebración, verdad? Quizá sea el sonido de esa puerta que se abre y se cierra cada día a sus espaldas o delante de R.C. lo que le impide endurecerse o quizás sean los que viven allí. ¿Cómo es es lugar en el que aprende a mantener viva su capacidad para emocionarse? ¿Quiénes son sus maestros?
“Los presos. Con ellos he aprendido a valorar el más mínimo gesto, sus silencios, cuando retiran la mirada… En la prisión se magnifica todo, lo bueno y lo malo. Verás, por algo se llama penitenciario, porque es un lugar donde se vive la penitencia; la privación de libertad hace que todo lo vean de modo negativo, pero también cuando ves que un preso atiende a otro preso, viejitos, dependientes… y lo hacen por amor al arte, porque siente que de ese modo está entregando algo al mundo, entonces comprendes que es ahí donde puedes aprender a no juzgar, a tener empatía. Creemos que ‘eso no me va a pasar nunca a mí’ pero puede llegar fácilmente el día en el que te oigas diciendo ‘quién me iba a decir a mí que iba a venir aquí a ver a mi hijo’. No imaginas la cantidad de veces que lo he oído. No son apestados. Mira, los únicos desencuentros que he tenido ha sido con algunos compañeros, no con los internos. ¡Porque no son bestias! Es indignante cómo pueden llegar a tratarles, cómo podemos llegar a encallecernos ante el sufrimiento ajeno!”
Escuchar, sinceridad y exponerse, una tríada impactante
Incluso cuando se indigna R.C. es dulce, como si la compasión estuviera dispuesta a domarle el gesto. Quizás lo haya aprendido a fuerza de entrevistarse con quienes llegan al módulo de aislamiento y a la enfermería. En el lugar en el que se encuentren, ya sea en su despacho o caminando, a modo “de excursión intermodular”, la clave está no sólo en escuchar al otro sino en la sinceridad y en exponerse. “Yo sé más de ellos que ellos de mí. Conozco su historia y quiero que en nuestros encuentros seamos iguales, por eso les cuento cosas que pueden parecer intimas y no lo son. Hay una frase que tengo muy presente y que deberíamos asumirla todo el mundo: ‘condena al delito y compadece al delincuente’. Confundimos el delito con el delincuente y lo combatimos con las mismas ganas y así comenzamos a deshumanizarnos. Yo no los condeno, les digo, con toda mi verdad, ‘quiero hablar contigo como persona que es lo más interesante porque lo que no es interesante es el delito’ y la rueda se pone en marcha”.
La apertura del corazón no llega en el primer instante, por supuesto. Muchos presos han sido niños abusados y lo ocultan (“no lo saben ni sus parejas”), han crecido con una coraza tras la que se esconden. Además, son oficialmente los malos, tienen una sentencia que rubrica ese rol. Por eso las primeras conversaciones están llenas de silencios y giros de mirada, “que yo interpreto mucho, lo que callamos o evitamos son una fuente de información preciosa. A las dos horas les he llegado a decir, por ejemplo: ‘quizá no sea a mí a quien podrías contar lo que te dañó tanto en tu infancia, no vengo a abrirte ninguna herida… y entonces ese hombre deja de estar internado en sí mismo y entra un pequeño rayo de luz en su celda más íntima”.
El último cuarto de hora tiene perfume
En estos encuentros el último cuarto de hora el clave. Los sencillos detalles de humanidad suelen ser grandes detonantes. “En una ocasión uno de los internos me dijo: ‘Hoy lo voy a pasar muy mal, porque todo me huele a podrido’. Le pedí que extendiera la mano sobre la mesa. Puede ser que rechacen el contacto, pero cogí un roll-on de perfume y les embadurné la mano diciéndole ‘por favor, ahora llévatela a la cara’. Y de golpe olió su muñeca y comprendió. ‘¿Ves como no todo huele a podrido?, ese olor también es tuyo’”. En cada encuentro R.C. busca un punto de encuentro verdadero, algo que pueda compartir con la persona a la que está atendiendo y desde ahí vuelven a reescribir su historia.
“¡Claro que es posible la espiritualidad en la prisión!”. En el módulo de enfermería hay un grupo de meditación organizado por voluntarios y voluntarias de Palma Compasiva que trabajan con los que han tenido intentos de suicidio. También han hecho yoga en otros módulos. El nivel de humanidad de las personas que vienen con el programa de Cruz Roja en las prisiones está por encima de la media. También ofrecen su apoyo los miembros de Proyecto Hombre o la fundación inglesa Criminon (que facilita el acompañamiento a través de la escritura de cartas), por ejemplo. “Son precisamente las personas no profesionales las que traen la luz en medio de la oscuridad, pero cuando hablo de espiritualidad me refiero a los propios internos. Muchos me han dicho ‘doy las gracias al señor que me ha llevado aquí porque si no estaría muerto. Todos los de mi banda han acabado muertos. Le debo la vida a la cárcel’”.
La universidad y la cárcel
Y así, entre tanta humana anomalía, R.C. va sembrando su particular jardín, en el que también ejerce una vez a la semana de profesor: “Ese día no entro en la cárcel sino en el aula de la universidad. Les digo: ‘En la calle, ¿no es la universidad el lugar en donde se forman los eruditos? ¿y no es la cárcel la institución más baja para los vivos? pues el rato en el que estáis en esta aula sois universitarios y me gustaría que lo integrarais. Así que los viernes me pongo modo profesor, con traje, corbata y demás. El primer día ellos acuden a la cita de cualquier manera, claro, y al verme con ese aspecto les señalo de forma natural que ‘vuestra imagen empieza por las zapatillas’. En la clase siguiente acuden como si fueran a un vis a vis. Ya han aprendido la primera lección: que es importante cambiar de registro”.
En este orden del mundo que promueve R.C. hay flores que crecen donde nadie creería. Por ejemplo, en el Centro Penitenciario de Mallorca (Ctra. de Sóller, 1, 07009 Palma, Illes Balears) “por estar llena de vida y de proyectos. La gente de la calle no sabe la cantidad de proyectos tienen. Los internos se frustran cuando regresan a ella, tantos planes por hacer, tantas ganas de vivir… La cárcel está llena de vida”.
Lo que olvidamos
Yo soy el cambio que quiero ver en el mundo es la frase que mueve a R.C. en su día a día y desde ella señala el umbral que querría que este planeta atravesara: el de la libertad. “¡Es tan valiosa! En la cárcel se hace carne la expresión Hay que perder algo para valorarlo. Olvidamos que ir al cumple de tu hijo, llamar a tus seres queridos, amar, tener tiempo y espacio para llevar a cabo las conversaciones pendientes, puede ser un privilegio. Por eso retrato mis pies junto a la verja roja, el primer o último umbral del preso cuando pasa a ser externo y cuando deja de ser libre. Es el umbral más deseado de ser traspasado. Cada día que lo paso, miro al cielo, doy gracias, pero no porque salgo a la libertad sino por dejarme trabajar con esas personas con la misma energía emoción ganas… y sonrío”.
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