Una relación íntima con el mundo

Esquema del Tholos del templo de Aclepio

Esta mañana me alcanzó la frase. Su presencia lo hace todo más abarcable. Es cierto que la he ido moldeando durante años sin haberla pronunciado. La he practicado mientras aprendía a vivir sobre el agua. La conozco, es dúctil y de color azul. La suelo anhelar cuando estoy en tierra. Sin embargo ha sido esta mañana, mientras corría por el puerto del Pireo y el Meltemi me alentaba con su fuerte respiración, cuando he podido entender un detalle importante de ese hecho que es vivir: Cuando habito el GoOn experimento una relación íntima con los acontecimientos de la existencia y quienes la habitan, por eso le amo. 

Sobre el agua la voluntad se queda en su sitio, la aceptación se vuelve imprescindible y el futuro se declina en presente continuo. El velero exige reinventar el equilibrio. Despierto, duermo, converso, respiro en el reino de la impermanencia en el seno del GoOn. Cuando contemplo el horizonte sé que formo parte de él. Todas estas experiencias duermen en la afirmación que esta mañana vino a mí y me permite comprender por qué añoro el mar cuando estoy en tierra.

Mi amante

Hace un par de años asumí que el GoOn dejaría de ser mi hogar, el espacio en el que haría el amor, recorrería el mundo y me haría anciana. Aquel vínculo se deshizo para transformarse en otro gracias al desprendimiento y el desapego, dos conceptos que en mi caso no fueron fáciles de practicar porque exigieron una negociación constante e inesperada, unas veces dolorosa, otras liberadora.

Este año, al volver a recorrer la cubierta, hacerme un sitio en el camarote y tocar sus jarcias, he sentido que regresaba al cuerpo de un amante que también es amado por otras personas. Al descubrir las huellas de sus cuidados me sorprendí entrando en conflicto: aunque aceptaba la existencia de otros afectos y lo entendía, me descolocaba que ese cuerpo amado no fuera del todo mío, a pesar de saber que nunca lo fue, porque es imposible. 

Darme cuenta de esa primera impresión, tan real para mis emociones como absurda para mi intelecto, me llenó de curiosidad: ¿Qué está sucediendo? ¿Qué parte de Martha despierta?

Como diría mi querida amiga y maestra, María: “hay que hacer auto-observación, Martha, más auto-observación”. Y yo, que no sé muy bien cómo se hace por mucho que me lo explique, tomo una ración de ternura y sonrío sabiendo que cualquier conclusión a la que llegue será siempre una posibilidad de entre muchas. Podría contarme mil cuentos, encontrar cientos de conexiones, alcanzar la misma verdad una y otra vez.

Comprenderme más, comprenderlo todo, no es necesario. Cumpliré un año más a bordo del GoOn y tampoco podría asegurar que vaya a ser cierto. No estaba en el horizonte de posibilidades que mi madre muriera y sucedió.

Navegar es un estado de ánimo

Navegar es un estado de ánimo y no sólo un acción. No todo el mundo lo entiende. Conozco un montón de personas que navegan, que disfrutan de la experiencia y suman millas; saben que llevar el timón en negociación con el viento y el mar genera un estado de ánimo, pero ahí se quedan, en la dimensión de la acción/reacción, en el estado de ánimo como resultado. La dimensión a la que yo me refiero es esa en la que acción y reacción se funden, un tercer espacio, un interludio en el que todo se vuelve extraordinario, inexplicable por las leyes de la naturaleza, pero no como milagro exultante sino como silenciosa verdad.

Llevo un puñado de días a bordo, mi cuerpo y mi mente necesitan tiempo para serenarse, un calendario que no manejo y que el reloj se limita a señalar. No se trata de cumplir nuevos horarios ni objetivos (comer sano, nadar, despertar saludando al sol…), no se trata tampoco de vagar para regresar a tierra aún más productiva, sino de volver a mirar la vida como si pudiera rozarla con las pestañas. Regresar a una Martha a la que sólo sé encontrar cuando navego. Es ella la que aparece ante mí, y cuando lo hace me limito a escuchar su voz mientras todo sucede a mi alrededor.

El recorrido que me lleva a su lado es un proceso en el que la serendipia, el azar y lo inesperado crean un camino físico, geolocalizable, con puertos, amarres, fondeos, caminatas y tabernas. Cada año es diferente. El recorrido me da pistas sobre la silenciosa verdad que me voy a encontrar. Es como cuando moldeas el barro. Antes de que aparezca una vasija en tus manos la humedad del limo, la piel de tus dedos y los giros del torno van decidiendo la forma, el tamaño, el volumen, ante tus propios ojos.

Este año el punto de partida es una pandemia moldeada en el torno de la letra de la ley. La salud colectiva prima sobre la individual en una sociedad que ha perdido el respeto al cuerpo. Si comprendiéramos profundamente que la muerte nos constituye, si no huyéramos de ella, si no temiéramos lo inevitable, dejaríamos la práctica del salvamento continuo, ese que nos hace salvar afganas, salvarnos del Covid19, salvar a migrantes en patera… y pasaríamos a abordar las causas. Abandonaríamos la lógica de la acción / reacción. 

Lejos del péndulo

Así pues, el viaje ha comenzado envuelto en PCRs, antígenos, vacunas, QRs, burocracia virtual, despotismo aeroportuario… Al otro lado de este trayecto pendular nos esperaba el GoOn, amarrado en un puerto del Peloponeso (Nauplio) a unos 25 kilómetros de Epidauro. En la lógica de la acción/reacción esto implicaba que tras el estrés terrestre y el vacío aéreo nos encontraríamos con la calma acuática y la hospitalidad griega, sin embargo no contábamos con el azar.

Desconocía que el conocido teatro de Epidauro al que iríamos a conocer antes de emprender la singladura forma parte del santuario de Asclepio, dios griego de la Medicina. No suelo prepararme los itinerarios de los viajes más que lo imprescindible para la supervivencia para que la sorpresa tenga su propio sitio. Viajar precisamente nos empuja a convivir con la incertidumbre.

Y así, sentada en un anfiteatro en el que podían tomar asiento unas 12.000 personas, empecé a devanar un ovillo cuyo hilo todavía no he terminado de dar vueltas: En una era en la que el único transporte era el carro, los caballos o burros y los pies, que una obra pudiera atraer a tantos miles de personas me resultaba (y me resulta) inaudito. ¿Tanto placer generaba el teatro?

El sueño y la muerte hablan de la salud

Después de varias horas de recorrer las ruinas de aquel recinto comprendí que me encontraba en un complejo arquitectónico que obedecía a una forma de concebir la salud.

Hace unos 2.500 años los antepasados de nuestra cultura entendían que las plantas medicinales, el alimento, el deporte, la psique y el arte formaban parte de la curación. Asistir a una representación teatral era una prescripción facultativa tan importante como utilizar un ungüento, ingerir un brebaje o someterse a una operación. La psique era tomada en cuenta para entender los síntomas. En sus rincones residían los secretos que quedaban fuera del alcance de la razón, pero había una forma de acceder a ellos. Se trata de una palabra que aún usamos: incubatio. 

La persona enferma era aislada en un templo circular (el Tholos) creado con círculos concéntricos de columnas y pórticos, con un manantial en su interior. Allí los asclepíades (terapeutas) sometían al paciente/suplicante a un complejo ritual de baños, masajes, unciones y alguna combinación de plantas alucinógenas con el único fin de alcanzar el descanso nocturno de la manera más relajada posible. En un espacio sagrado llamado Abaton, le esperaba una cama cubierta con pieles de animales,  donde la persona caía en un sueño sagrado denominada incubatio. 

De la mano de Hypnos y Thanatos, hermanos gemelos nacidos del vientre de Nyx, la noche, la propia farmacia interior se ponía en marcha expresándose durante la incubatio a través de símbolos. Al despertar, los asclepíades los interpretaban, mientras atendían también a las costumbres del paciente y los acontecimientos de interés de su biografía. Esta farmacia interior que se despertaba durante aquel sueño sagrado solía encarnarse en tramas protagonizadas por divinidades concretas. Así, en esa noche alucinatoria/mística, Hera acogía a las parturientas, Atenea a las personas que tenían problemas con la vista, Apolo alentaba a la cirugía…

La voz interior del paciente era la que conocía la respuesta, era su boca la que nombraba el diagnóstico. Ante esta propuesta el facultativo ponía su conocimiento a disposición con el fin de facilitar la recuperación. Por ejemplo, si se aparecía en sueños Higia, diosa encargada de cuidar de la higiene del paciente (solía hacerlo junto con su padre Asclepio y su hermana Panacea) era para referirle la prescripción que le curaría. Esta diosa de los cuidados humanos que acompañaba tanto al quien padecía el malestar como al terapeuta fue nombrada Salud por los romanos y así el hilo de este ovillo vuelve a dar un giro, porque falta un detalle más en este entramado sobre la salud del que procedemos: la muerte.

El centro del ombligo

El edificio circular en el que la persona enferma era recibida y en el que manaba una fuente, el Tholos, albergaba en su centro un enorme ombligo de mármol blanco, una losa que daba acceso a un laberinto subterráneo. Este laberinto representa el territorio de la muerte y también el espacio donde se engendra la vida, allí donde duerme lo que está por manifestarse, las raíces del mundo. En este laberinto introducían serpientes, símbolo universal del renacimiento, la regeneración, la eternidad, el tiempo y sus ciclos, la luz y la sombra. Era una forma de honrar a Asclepio.

El techo de aquel laberinto subterráneo estaba al mismo nivel que el Abaton donde la persona enferma experimentaba la incubatio y donde era tratada durante la enfermedad. Es decir, simbólicamente se sanaba en el vientre de la muerte.

Hace 2500 años la salud no era el mandato en el que hoy vivimos.

Este ha sido el punto de partida del viaje que hoy ha desembocado en “una relación íntima con el mundo”. La singladura arranca comprendiendo que en ese sueño alucinatorio/místico en el que puede sumirse nuestro cuerpo (no sólo cuando enferma) hay un diálogo íntimo con lo indescifrable que ningún QR podrá geolocalizar.

Postdata

Han pasado unos días desde aquella jornada en el Epidauro. El GoOn ya ha recorrido millas. En este espacio amante en el que acción y reacción se deshacen la una en la otra, la muerte y la vida abandonan el falso péndulo y yo empiezo a intuir que los incendios de Attica (a 30 kilómetros de la costa por la que navegamos), la tragedia de las mujeres afganas, nuestros protocolos pandémicos… podrían abordarse de otro modo. Sé que tiene que ver con la aceptación de la muerte, con dejar de huir de ella, con comprender que no podemos comprenderlo todo, por eso simplemente espero a que en el murmullo de lo íntimo sigan visitándome frases, como ha sucedido esta mañana. En la espera, dibujo por vez primera en 30 años, corto, pego, juego con el hemisferio derecho de mi cerebro, mientras sé que formo parte del horizonte.

En la imagen, el esquema de lo que era el Tholos del templo de Asclepio. En el hemisferio izquierdo de la fotografía su plano arquitectónico y en el derecho una libre interpretación de sus ruinas.