Comienzo a escribir esta crónica bajo un firmamento que es capaz de ennegrecerse aún más con el manto de las nubes. El GoOn recorre las 50 millas que separan la isla de Skiathos del extremo más sur de la península Sinthonía, el segundo dedo de la Calcídica. Vamos bordeando el golfo de Salónica a 6 nudos. Me acompaña, pues, La Distancia. La medimos en millas, en horas, en nudos, en accidentes geográficos, en rachas de viento y corrientes. Por vivir en movimiento nos triangulamos una y otra vez con ella, dejando que transcurra y nos transforme.
Cuando respiras, comes, duermes sobre el agua, tu posición siempre es relativa, por eso precisamente desaparecen los genéricos “muy lejos”, “muy cerca”, “en nada”, “a un paso”… El radar siempre indica dónde estás tú y dónde la tierra. Ahora quedan 35 millas para el destino final, por estribor la costa nos mira a 25. Estas son las coordenadas que me dan un lugar en el mundo.
Los satélites han cambiado nuestra forma de percibir lo remoto. Ahora todo está en su sitio, incluso los fluidos fenómenos atmosféricos tienen un recorrido marcado por los datos. A pesar de todo, bajo este cielo doblemente oscuro (tanto que casi no distingo la línea del horizonte) me siento a años luz de lo que sucede en tierra. El ritmo productivo al que nos sometemos en Septiembre estalla con fuerza, haciéndome sentir extraterrestre. Mis dispositivos móviles acortan esta Distancia sideral y me traen, intermitentemente, las ofertas, iniciativas, propuestas y convocatorias que ofrece el mercado. Su bullicio me resulta tan lejano que no logran seducirme. El GoOn me ha desenganchado del imperio del deseo.
Pro-ducir, pro-ducere, poner delante, exhibir, hacer visible
Compañeras, amigas, colaboradoras, profesionales independientes, emprendedoras, autónomas… hacen visibles sus saberes de mil maneras. Observo cómo extienden sus tenderetes en el mercado global, cómo se sitúan en la parrilla de salida en una época en la que todo parece hervir mientras hago cosas aparentemente inútiles: pinto flores al arrancar el día, dejo que las conversaciones se apaguen por sí solas, contemplo desde el extrañamiento cómo nos autoexplotamos y cómo hay quienes se comprometen a no dejar de su mano el cuidado. Constato que nos deshacemos del tiempo que consideramos improductivo porque hay un reloj invisible que parece haber iniciado la cuenta atrás. Juego ante un mundo que ha dejado de jugar.
No me desconecto del todo, este no es el silencio vacacional que regenera las neuronas para volver más fuerte a ese espacio finito, pequeño y escaso que es el mercado global (pequeño porque no hay distancias, finito porque es instantáneo y escaso porque el deseo se ha convertido en un imperativo). Si recorro con horas de boca cerrada y ojos atónitos el laberinto de La Distancia es porque quisiera reconocer siempre dónde está la puerta de salida. La rueda gira vertiginosamente en tierra y aquí el mundo transcurre a la velocidad de la calma.
Lo sé, no soy ni la primera ni la última, ni siquiera me aproximo a la excepción, formo parte de la vida que tejemos entre todas (incluidas las personas que no deseo a mi lado), pero ahora, esta noche, navego en un particular túnel nocturno y me propongo que esa sea mi aportación al telar colectivo: dejar que el extrañamiento llene de matices La Distancia que separa el orden terrestre del orden acuático. Elijo, aún sabiéndome humana, blanca y atravesada por el patriarcado, el lado en el que la espuma sustituye a la arena. Habito la plenitud de estos 30 metros cuadrados flotantes en los que es posible demorarse sabiendo que el capital siempre está activo, y ahí me posiciono. Me triangulo con el mundo; a mi lado, la humedad de este planeta, miríadas de gotas capaces de transformar la luz.
El hombre que navega con los ojos cerrados
Un marinero yace en cubierta con la postura de mirar el firmamento pero con los ojos cerrados. Los tripulantes del GoOn marcamos el rumbo después de postrarnos ante el viento, las corrientes o la lluvia (aunque el capitán administre las decisiones) y esta vez quienes nos acompañan han alcanzado la edad que ambos estaban esperando, aquella en la que son apartados de la primera línea de la producción. Yo formo parte de ese sector de la humanidad al que no le espera tal concesión del capital (no hice mi trayecto contemplando esta posibilidad), sin embargo, su tiempo de vida me impregna. En su compañía es más fácil arraigarse a la calma y demorarse en lo sagrado: Atardeceres, amaneceres y horizontes alimentan nuestra conciencia sobre la radical finitud de lo humano y conversamos permitiéndonos formular preguntas sin respuesta, hablar en puntos suspensivos y compartir una juguetona perplejidad. Esta actitud subvierte la frenética inmediatez de nuestra cultura y hace jirones La Distancia.
Cada día nos preguntamos por el rocío, el frío, el calor, la fuerza del viento, la presencia de corrientes, las nubes, la lluvia, la posidonia, los cormoranes, las gaviotas, las medusas, las tortugas, los delfines, las obladas, las esponjas… establecemos una relación afectiva con manifestaciones de vida que la productividad arranca de cuajo en la vida terrestre. Despertamos a una convivencia con la naturaleza que habíamos olvidado y al recuperarla reverbera en nuestro ADN una trascendencia ancestral.
La meteorología y la geografía nos empujan una y otra vez hacia ese despertar. Hace unos días la temperatura bajó a 14 grados de golpe hace unos días, una densa niebla borró el paisaje y la lluvia no cesó durante 48 horas. Septiembre parecía querer ser otoño y nos quedamos amarrados en Volos para volver a ser terrícolas.
Como suele ocurrir en Grecia, rompemos la línea de tiempo
La península de Pelion. según la mitología griega, fue tierra de centauros. A nuestras bocas regresaron nombres olvidados como Quirón, el centauro que se encargó de la educación de decenas de héroes, entre ellos Asclepio, cuyo santuario recorrimos hace semanas. Las hierbas medicinales abundan en esta zona montañosa, cubierta de hayas, castaños, nogales, olivos, plátanos (el de Tsagarada, milenario, tiene un tronco más alto que la iglesia que le flanquea), de ahí que vinculen a Quirón con el conocimiento medicinal. Una vez más, la salud vuelve a aparecer en nuestras coordenadas, siin embargo me quedo atrapada es las minúsculas piezas de cerámica expuestas en el Museo Arqueológico Athanassakis de Volos, uno de los museos más antiguos de Grecia. La mayoría pertenecen al Neolítico porque proceden de los vecinos yacimientos de Dimini y Sesklo, considerados los poblados prehistóricos más antiguos de Europa.
Los pedacitos de barro pertenecen a vasijas, platos y vasos moldeados hace 5000 y 7000 años. Los observo con el hemisferio derecho de mi cerebro encendido. Imagino a nuestros ancestros adornando con figuras geométricas estos utensilios. Al cabo de unos minutos concluyo que gran parte de estos restos arqueológicos reproducen espirales, agrupan de tres en tres pequeñas líneas marcadas con un punzón y esbozan redes. Retengo sus formas intentando reproducir el gesto con mi mano, como si hubiera en el trazo un minúsculo paso de baile, un tiempo concentrado, una contención de aliento. Quiero llevar a mi cuaderno de bitácora sus gestos, sus curvas, los pequeños senderos que dibujaron en el barro.
Así lo hice cuando el GoOn se volvió a lanzar a la mar.
Creí estar dibujando olas
¿Olas? ¿Desde cuándo las olas son espirales? ¡Esto exige una abstracción y una convención! ¿Hace 9000 años ya contemplábamos el mar de este modo? ¿Y si no fuera el mar? ¿Y si fueran las espirales de ciertas semillas, o de las caracolas? ¿Pero por qué espirales y no círculos cruzados o concéntricos, triángulos, cuadrados? ¿Qué estarían representando una y otra vez? Recuerdo las alucinaciones geométricas de la migraña a las que se refería el neurólogo Oliver Sacks en uno de sus ensayos. ¿Por eso nos resultan tan familiares las espirales? ¿Simplemente dejamos que la mano trace lo que las neuronas ya son capaces de dibujar por sí mismas? Entre las plantas medicinales con las que convivían nuestros antepasados (más allá de los centauros) estaban también las alucinógenas. Ellas nos han permitido (y permiten) tener una relación con la naturaleza que trasciende nuestros sentidos. Nuestras sinapsis cambian de ritmo con sus tisanas. Puestas a interpretar, ¿por qué no imaginar que esas espirales representan la conexión con los ciclos de la vida?
En el Neolítico comenzamos a dominar la naturaleza a través de la agricultura, para ello fueron necesarios años y años de observación, comprensión e imaginación. Fue un cambio de vida y un cambio de paradigma. El tiempo empezó a medirse no sólo en lunas, sino en estaciones, en ciclos, en trabajos periódicos, en vínculos repetitivos con el mundo, en rituales colectivos marcados en un tiempo espiral.
Nuestra forma de situarnos en la existencia cambió. Acompañando a las semillas comprendimos que había hechos que se sucedían de manera consecutiva, relacionada y repetitiva. El tiempo empezó a ser narrativo, a llenarse de nuevos rituales. Nuestra relación con la trascendencia se llenó de nuevos matices. Las plantas se multiplican, viven y mueren según la complejidad de las estaciones, probablemente entendimos que ellas nos estaban contando algo universal. ¡Esas espirales son símbolos, no meros adornos! La estética, como la espiritualidad, se planteaba entonces de un modo que hoy no podemos imaginar, o quizás sí… porque algo remoto en mi interior se conmueve. Remoto y, por tanto, azul como este mar que me acompaña.
Perderse en el azul
El GoOn aminora la velocidad, el viento es el mismo (entre 17 y 20 nudos), las corrientes propias del golfo empiezan a marcar el paso. Espirales de aire en mi rostro y otras, líquidas, bajo la quilla. Se asoma la línea del horizonte por estribor, comienza a dibujar el perfil de la costa de Sinthonía en naranja, rojo y amarillo. Por babor la luz se ahoga en las partículas de agua que me rodean (yo también soy agua) y poco a poco el mundo vuelve a ser azul, tenue en sus extremos. La distancia se viste de gasas azules. Regresa a mí el recuerdo de una lectura inacabada:
“En el siglo XV, los artistas europeos empezaron a pintar el azul de la distancia. Los pintores anteriores no habían prestado mucha atención a lo remoto en sus obras. A veces aparecía un muro macizo de color dorado detrás de los santos; a veces el espacio a su alrededor era curvo, como si efectivamente la Tierra fuera una esfera pero nos encontráramos en su interior. Los pintores empezaron a interesarse más por la verosimilitud, por representar el mundo tal como lo veía el ojo humano, y en aquellos tiempos en que el arte de la perspectiva estaba empezando a desarrollarse adoptaron el azul de la distancia como una forma más de dar profundidad y volumen a sus obras.”, escribe Rebeca Solnit en Una guía sobre el arte de perderse.
Fondear en el silencio
El capitán toma el relevo ante el timón. El tripulante que yace en la bañera vuelve a mirar al cielo, que ya es completamente índigo. El azul de La Distancia nos envuelve. Del camarote de proa asoman unos ojos dispuestos a asombrarse.
Hace 600 años nuestros antepasados repararon en La Distancia desde otro lugar: querían atraparla, representarla, y le confirieron un color. Sucedió en el siglo XV, cuando el planeta se hacía más abarcable tras el descubrimiento de America, mares y océanos situaban de otro modo La Distancia en los mapas y nuestros relatos se multiplicaron gracias a la letra impresa. La ciencia nos educó la mirada y quisimos plasmar este giro. “A medida que aumenta La Distancia, disminuye la nitidez”, confirmamos. “Los contornos se van haciendo borrosos y desdibujados”, dedujimos. Por eso, cuanto más lejos empezamos a representar un objeto, más atenuamos los colores.
Lanzamos el ancla en el silencio. El día es lo suficientemente otoñal como para que hasta lo más cercano parezca remoto. Son las siete de la mañana. Los matices del azul se demoran sobre el verde del pinar y los tonos ocres de las rocas. Entre el mundo y nosotros permanecen decenas de velos inaprensibles. Estamos a años garzos de lo terrestre aunque la costa se ofrezca a un puñado de brazadas.
P.D. Termino esta crónica a esa hora indefinida del atardecer en el que, a lo lejos, apenas una pincelada de azul, se adivina el monte Athos, donde las mujeres tenemos prohibido el acceso. Pero esa ya es otra historia.