Hay historias que suceden para ser contadas con los ojos cerrados o mirando la noche de frente. Esta es una de ellas.
Imaginarse trazando curvas sobre el mar es un ejercicio mental exigente para quienes tenemos cierto grado de dislexia. En las horas más lentas de la navegación, cuando parece que el timón sabe tomar sus propias decisiones, suelo someterme a este esfuerzo por puro placer neuronal. Cuando un barco de una sola hélice como es el GoOn inicia su maniobra, su movimiento tiende a estribor (derecha) o babor (izquierda) en función del ángulo de ataque de sus palas. Este dato es relevante para una timonel, porque en las maniobras de precisión, como la de atracar un barco marcha atrás, la hélice determina el rumbo, pero no de la manera más fácil. El mundo de los fluidos responde a otra lógica.
El principio parece claro: las hélices dextrógiras giran a la derecha, en el sentido de las agujas del reloj y las hélices levógiras hacia la izquierda. Hasta ahí, no hay problema. El galimatías comienza cuando, parado y sin arrancada (es decir, nada más empezar la maniobra), la hélice dextrógira (la que gira a la derecha) llevará la proa hacia babor (izquierda) y al dar atrás la popa también tenderá a caer a babor. Es decir, la que hélice llevará el barco en el sentido contrario al movimiento de su hélice. Cualquier barco acaba siendo uno con el fluido que desplazan sus hélices pero el asunto se complica cuando la quilla es corrida como la del Goon, porque hace de cuchilla y muro, es decir, desvía las ondas y las transforma bajo nuestros pies. Y es en ese momento cuando los fluidos empiezan a hacer tirabuzones, ochos, espirales, círculos y todo tipo de figuras curvas en el agua hasta hacer reventar mi imaginación. Si no te sabes manejar en ellas puedes vivir una situación cuando menos agobiante, pero en mar abierto resulta un enigma que si termina en colapso a nadie le pone en riesgo. Es más: es un puro reto intelectual: ¿Y si viniera el viento por la amura? ¿Y si hubiera corrientes?.… Según lo escribo ya empiezan mis sinapsis a anarquizarse.
Círculos viciosos
Durante aquellos días tuve mucho tiempo para imaginar espirales durante las horas en las que el horizonte y el radar sólo te presentan los grandes buques de transporte de mercancías. Para eso y para hacerme preguntas en círculos viciosos como:
“¿De verdad que necesitamos tantos productos?.
No.
Y ¿Por qué los compramos?
Porque nos los venden.
¿Y por qué nos los venden?
Porque los queremos
¿Y por qué los queremos?
Porque somos adictos
¿Y por qué somos adictos?
Porque nos los venden… “
Por lo visto el sector del transporte marítimo está viviendo una burbuja económica de tal grado que este año la demanda de buques contenedores se ha disparado un 790% con respecto a 2020. ¡No quiero calcular lo que afecta este crecimiento en el calentamiento de la tierra! El transporte de mercancías por mar vive su propia espiral, a doble hélice y no parece hacerse líos. El comercio marítimo tiene pinta de no tener ni una pizca de dislexia.
(isla blanca por estribor)
El viento es una ballena blanca
Llevaba semanas con esta intermitencia neurológica. Nadar o utilizar la piragua se habían convertido en acciones de segunda fila porque el viento nos pisaba los talones. Nos empeñábamos en poner millas de distancia entre su boca y nuestra proa pero no lográbamos apartarnos más que dos mordiscos de sus fauces. Si ya con nuestra última tripulante habíamos rebañado la costa del monte Athos con este pressing atmosférico, ahora que estábamos sin más compañía a bordo que la del viento, éste parecía dispuesto a jugar más que nunca. En los últimos dos días hicimos una media de 10 horas de navegación con las velas desplegadas y a motor, con el viento de proa a una media de 20 nudos, es decir, casi 40 kilómetros por hora. El mar se enarbolaba con relativa facilidad y, aunque el placer seguía afincado en nuestros ojos, en nuestra sonrisa y en nuestros silencios, el resto de nuestro territorio corporal había sido tomado por la necesidad de refugio. Al caer la tarde, con la imaginación conquistada (Moby Dick ha sido uno de los relatos que me ha acompañado este viaje), me figuraba que los bufidos del viento eran las exhalaciones del fantasma de la mítica ballena blanca.
Al tercer día, cuando apenas quedaban 20 millas para llegar al refugio final, el viento pareció abandonarnos. Estábamos a orillas de las minúsculas “Isla Blanca” (Aspronisi) e “Isla Negra” (Mavronisi), un auténtico museo vulcanológico al aire libre. La blanca crece sobre capas de ceniza; la negra es fruto de coladas de basalto y en uno de sus laterales muestra lavas almohadilladas fruto del contacto de la lava ardiente con el mar (puedes verla en la foto que abre esta crónica). Hacía pocos días que el volcán de La Palma entró en erupción, de modo que aquel paisaje nos cautivó aún más. El sol aún era capaz de acariciar la piel desnuda y el agua, aunque había bajado la temperatura dos grados desde la última vez, seguía siendo apetecible para alguien quien, como yo, se define como friolera. Todo parecía una promesa: El capitán conocía el fondeadero (cinco años atrás habíamos fondeado en ese rincón) y sabía que era posible echar la cadena sin herir las praderas de posidonia ni engancharnos con las rocas o terminar arrastrando el ancla por un fondo de fango. Los satélites parecían dispuestos a que el viento y nuestro velero firmaran un armisticio antes de que sus sensores empezaran a encenderse hacia el naranja.
Caimos en la tentación
Además, teníamos tiempo. El temporal no llegaría hasta 48 horas después. Se esperaban vientos de 70 kilómetros por hora en la zona pero allí, entonces, estábamos en tierra de nadie y todo cantaba armonía: Las rocas de la estrecha costa de la isla blanca, la arena de su ínfima playa, los grises de la isla negra eran atractivas voces de sirenas. En mis manos, el libro de Satish Kumar, La simplicidad elegante, me regalaba una frase en la que perderme: “A menos que hagamos las paces con el planeta, tanto la paz interior como la paz mundial nos seguirán siendo esquivas” y allí estábamos, haciendo paces.
Sabíamos que no era una paz definitiva pero sí un manso alto el fuego. A solas en medio de aquel paraíso disfrutamos como lo hacen los seres humanos cuando sienten la alegría de vivir tras la calma conquistada: libando las horas. Las espirales del agua nos abrazaban, cintas invisibles entre nuestros muslos, collares de agua, cascabeles espumosos en los pies.
En medio de esa íntima euforia caímos en la tentación: trazamos un plan. Era breve, ni siquiera adquiría la forma de deseo, tenía la frugalidad de una manzana, pero lo hicimos. Dijimos en alto “Pasaremos la noche aquí”. La frase debió de atronar en algún lugar del Olimpo. Aquella tierra de nadie hizo de caja de resonancia, quizá su aura tuviera la espiral de las caracolas, no sé bien cómo se comportan los fractales invisibles. Ah, qué insolente puede ser la ingenuidad. Incluso sabiendo que cuando se vive sobre el agua la voluntad es lo primero que salta por la borda, habíamos osado afirmar que anidaríamos allí una noche, al fin, los dos solos, lejos del mundo, en paz.
(isla blanca de cerca)
La noche en la que galopamos
Como si fuera un vaticinio, el cielo enrojecía cuando el GoOn inició una danza inquietante. El capitán pareció despertar de esta hipnosis lisérgica. “Arrancamos. Esto se va a poner feo”. En menos de 5 minutos los utensilios de la cocina estaban estibados, los cabos adujados, las escotillas cerradas, la cubierta bien arranchada y la proa enfilada a Skala Loutrón. Aquel diminuto puerto de la también minúscula Loutrá estaba situado en el interior de la bahía de Gera, al sureste de Lesvos, a buen resguardo del temporal. Calculamos que llegaríamos antes de media noche si el viento no nos venía por la proa.
Supongo que ya lo estarás imaginando: el viento nos sacudió por proa con la suficiente intensidad. La travesía se alargó lo suficiente como para que nuestros cuerpos parpadearan.
Eran las dos de la madrugada cuando dejábamos atrás Mytelene, la principal ciudad de Lesvos. Era un buen referente, apenas nos quedaban seis millas para llegar al final y, por fin, descansar. Nos acercábamos al agua amiga con los sentidos a media asta. Yo había caído en un profundo sueño en la bañera. El capitán mantenía los ojos abiertos con esfuerzo titánico. El GoOn, en cambio, parecía dispuesto a seguir galopando olas. Por estribor el capitán divisó unas las luces rojas que resplandecían cerca de la boca de la prometida bahía. Antes de que pudiera desdecirse y reconocer que aquellas no eran redes de pesca, que sus ojos alucinados habían caído en un trampantojo nocturno, el GoOn pegó un brinco. Frenamos en seco en medio de la oscuridad.
Algo nos impedía avanzar. Nos asomamos por la borda. Hasta el viento se había callado. Una barrera de plástico bordeaba nuestro velero trazando un círculo tan perfecto como un ombligo. Nosotros éramos su botón. Tenía la anchura adecuada como para convertir al GoOn en una particular manecilla de un reloj condenado a dar las 12 y media por siempre jamás. Donde debíamos distinguir la negra noche en el agua encontramos una tupida red verde. El viento volvió a coger fuerza y, soplando por el través, empezó a hacernos girar hacia la derecha, como las agujas del reloj. El GoOn empezó a avanzar en un tiempo dextrógiro, lejos de toda voluntad.
Nada era necesario. Nada debido
Por absurdo e imposible que nos pareciera, nos habíamos colado en la piscina circular de una humilde piscifactoría. Mi cara iba de la consternación a la risa. La situación me parecía tan ridícula que la preocupación (por las posibles consecuencias del impacto tanto en el velero como en la instalación) y la prevención (ante la posibilidad de que el viento siguiera arreciando hasta hacernos girar como la aguja de una brújula desimantada) perdían dramatismo. Además, tenía la certeza de que nuestra resiliencia estaba a la altura de aquel imponderable. Confiaba en el capitán, en el velero, en mí misma y hasta en lo desconocido de una manera tan absoluta que exclamé: “Todo está bien”. Aquella profunda confianza era tan irracional como cierta y me llenaba el pecho.
(poco antes de abandonar el cerco de la pesquería)
El capitán dio el aviso por radio. Pusimos (a pulso) la barca auxiliar en cubierta para que nada se enredara en la red ni golpeara en el aro. A la media hora llegaba el guardacostas, tras él, el vigilante de la instalación. En poco tiempo aquel rincón de la costa se convirtió en un hervidero de hombres recios implicados en resolver la situación de la mejor manera para todos, de manera perfectamente coordinada. Formábamos parte pasiva de un reto que asumían en común, desde los buzos al ictiólogo de la piscifactoría.
Mientras ellos trabajaban en el exterior, en el interior del GoOn el tiempo parecía detenido. En una de las operaciones me había caído de culo sobre uno de los remos de nuestra canoa. Bromeé “¡Ay! me he partido el culo de risa”. La idea me hacía reír más. Sea como fuere la certeza de que todo estaba bien se mantuvo erguida: Simplemente estaba sucediendo lo inesperado y eso era una puerta a un montón de posibilidades que no habíamos previsto. Nada era necesario. Nada debido.
Nunca hemos hecho menos millas a bordo del GoOn en diez días y al mismo tiempo, paradójicamente, pocas veces nos hemos asomado a tantos mundos en tan poco tiempo. De la mano de nuestra nueva tripulación y encabezados por la capacidad del capitán de otear universos de carne y hueso y establecer contactos entrañables, comenzaron a aparecer seres espléndidos en humanidad. Todos nos ofrecieron sus nombres como un regalo. “En la intemperie están los otros, que te dan nombre y que te llamarán por el nombre toda la vida”, afirma Josep María Esquirol en Humano, más humano.
Te doy mi nombre
Intercambiar nombres es un acto fundacional, el principio de un reconocimiento. El primero en hacer acto de presencia fue el ictiólogo, Kostas, que vino a vernos al barco a las pocas horas de haber llegado a puerto. ¿Cuál fue su frase? “Todo está bien”. Las voces femeninas que el capitán encontraba en sus gestiones le prometían que se implicarían con el proceso de forma personal, y fue cierto. Al día siguiente Stelios llevaba al capitán y la tripulación en su barca/taxi Poseidón de la orilla de Kunturudia a la de Perama, al otro lado de ese cuello de la bahía; su robusta esposa, Evangelia, nos atendió en su taberna con una sustanciosa cena. Al día siguiente Fridakis, el ingeniero del seguro, en compañía de Panos, el submarinista, volvieron a repetir “todo está bien” cuando revisaron nuestro velero. ¿Cuántas veces tiene que repetirse la evidencia para que se haga verdad?
Cada día el capitán traía a bordo nuevos nombres: Georgios, el capitán del barco vecino que, además, cuidaba su olivar cuando estaba en tierra; Kostas Topouzelis, el científico que recogía datos proporcionados por los satélites para evaluar la cantidad de plásticos que hay en el mar; Jean, la cooperante que trabaja para Unicef y además posee su propio barco; Dimitrí, el anciano que se gana la vida sorteando una pieza grande de pescado o una langosta y a quien el capitán reconoció 5 años después de haberse encontrado con él…
Mientras tanto, nuestra tripulación, que era todo oídos y no sólo todo ojos sabía pararse donde tocaba, descubriendo los secretos del lugar, desde el bosque fosilizado a los saltos de los delfines. Estoy convencida que él sería capaz de escuchar el parpadeo de una ballena y distinguir el recorrido de la espuma en el aire. Ella, envuelta en sedoso silencio, sabía viajar tantas veces en una que en su estela dejó Viajes con Heródoto, de Kapucinski, con el que hoy sigo ampliando el mundo.
Todo estuvo bien. Todo está bien. Incluso mi coxis, que resultó haberse fracturado en dos pedazos pero que no me ha exigido ni una aspirina. Efectivamente, me partí el culo de risa.