La crisis económica de 2008 hizo evidente que la clásica división de los poderes en los que se basa una democracia (legislativo, ejecutivo y judicial) estaba trasnochada porque dejaba a un lado el poder financiero y las relaciones de dependencia que con él establecían nuestras democracias. La crisis iniciada por la COVID-19 ha puesto en evidencia que esta división de 3+1 sigue siendo demasiado simple. Estamos asistiendo a la manifestación innegable de un biopoder que, por no encontrar freno, se está convirtiendo en totalitario.
Biopoder es un concepto acuñado por el filósofo francés Michel Foucault a mediados del siglo XX. Lo concibe como el conjunto de mecanismos por medio de los cuales aquello que en la especie humana constituye sus rasgos biológicos fundamentales pueden ser parte de una política, una estrategia política, una estrategia general del poder. La dimensión político-económica del concepto de «salud» a la que estamos asistiendo está convirtiendo la industria bio-farmacéutica en un poder innegable ante el que tampoco hemos desarrollado mecanismos de control.
En su momento el periodismo se concibió como cuarto poder en tanto que su función principal era cuestionar los tres primeros. Con su existencia se reconocía que nuestras narraciones tenían la capacidad de poner límites a cualquier totalitarismo porque logran modificar las decisiones de esas mayorías en las que se sostiene el mecanismo democrático.
¿Qué será considerado saludable por este nuevo orden del mundo?
Como parte de la fábrica de relatos y, por tanto, del libremercado, en la primera década del siglo XXI el periodismo cayó en un descrédito que ha desembocado en lo que denominamos «posverdad», una sospecha constante hacia lo que nos contamos y transmitimos como sociedad. Esto facilita que el biopoder farmacopolítico se imponga con mecanismos que permitan que nuestras mentes se autoregulen y nuestros actos se determinen de acuerdo con unos presupuestos hegemónicos en torno un concepto de salud que ahora somos incapaces de acotar. ¿Qué será considerado saludable por este nuevo orden del mundo? ¿Quiénes quedarán al margen? ¿Qué modo de vida impondrá esta nueva tiranía?
Merece la pena ver cómo hemos ido perdiendo el poder de poner límites con nuestras preguntas y nuestros relatos para poder situarnos ante una realidad compleja que, si dejamos crecer sin control, se volverá aún más déspota. Este artículo, publicado en la revista Ecohabitar a comienzos de este mes y año es el primero de una pequeña serie en la que iré mostrando cómo hemos ido perdiendo paulatinamente nuestra capacidad de limitar el poder legislativo, ejecutivo, judicial, financiero y farmacológico.
Las denuncias del lingüista y filósofo Noam Chomsky, sobre el impacto del libremercado en quienes trabajan en los medios de comunicación de masas en EE.UU. y las consecuencias que esto genera en el comportamiento colectivo, adquieren especial relevancia. Este artículo forma parte de un libro no editado que escribí hace 15 años; leerlo ahora resulta mucho más interesante.
Por mucho que Chomsky lleve sesenta años demostrando que la realidad se adapta a los intereses de una élite gracias al poder de la palabra y la imagen transmitidos por la industria narrativa, el despertar no parece tener fin.
Aún estaba Franco en el poder cuando este filósofo empezó a describir cómo funcionaba el proceso de producción de relatos planetarios, lo que no terminaba de ser digerido por el imaginario de much@s narrador@s de la época, marcad@s como estaban por las censuras y desmanes de la dictadura. Abrazar sus supuestos suponía asimilar que tras un infierno esperaba otro (en el seno de una democracia parlamentaria también es posible que los medios movilicen el apoyo de la población a favor de los intereses particulares de las élites) y eso restaba fuerzas para hacer el cambio. Por otro lado, Chomsky demostraba que este secuestro de la realidad era previo al franquismo y se producía precisamente en el seno del país que a ojos de much@s periodistas, escritor@s, cineastas interesados en narrar la realidad era el emblema de la libertad de expresión, lo que aún generaba más vértigo.
Dónde y cuándo comenzó la manipulación del imaginario colectivo global
Sin embargo, este pensador estadounidense era contundente: la manipulación del imaginario colectivo global comenzó en EE.UU. en 1916, cuando el cine aún obedecía al Modelo de Representación Primitivo y España se acercaba a su etapa republicana. Entonces Woodrow Wilson accedía a la Casa Blanca como líder de la plataforma electoral Paz sin Victoria, lo que hacía evidente que la población estadounidense era pacifista y pretendía seguir asistiendo de lejos al conflicto europeo (la Primera Guerra Mundial). Pese a todo, la administración Wilson conseguirá que el país tome parte en el conflicto, pues el negocio de la reconstrucción era algo más que una golosina rentable. Para dar un giro a sus promesas sin perder el consenso de la población, el presidente de EE.UU. atendió a los descubrimientos que l@s intelectuales estaban realizando en torno al lenguaje, como que las narraciones podían ser atractivas y reproducibles por su función y no por su contenido.
Esto, evidentemente, abría nuevos caminos al uso de los relatos en el terreno de la política, algo que ya conocían los gobernantes estadounidenses, pues siempre habían acudido a ellos para crear unidad en un país con una población dispersa y geográficamente tan alejada, y como sucedía en otros imperios de la historia.
Los relatos se convierten en armas de guerra
Por otra parte, la propaganda bélica demostraba en Europa que podía ser usada como un arma más, dividiendo el mundo en malos y buenos. Apoyado en estos tres ingredientes (la distancia del conflicto, la eficacia de la propaganda y el reconocimiento de las bondades de cualquier relato al margen de sus contenidos), Wilson crea una comisión de propaganda a la que dará el nombre de Comité de Información Pública, también conocida como “Comisión Creel” porque quien la dirigía se llamaba George Creel (hasta ese momento periodista de investigación). El resultado de su trabajo será impactante: en sólo seis meses logrará convertir una población pacífica en beligerante, dispuesta a ir a la guerra para salvar al mundo y destruir todo lo que oliera a alemán.
Por tanto, antes de que Franco creara una sola versión de la realidad a golpe de leyes, prisiones y ejecuciones, antes de que Hitler creara su propio ministerio de la propaganda para hacer de la población judía, gitana, homosexual un enemigo común capaz de llevar a la guerra a l@s aleman@s y cometer atrocidades con el apoyo de gran parte de la población, Estados Unidos ya estaba utilizando estas estrategias, y antes que él, el Ministerio británico de propaganda.
En cualquiera de los casos, los gobernantes saben que para imponer los intereses de las élites con el apoyo de, al menos, una parte de la población han de elaborar una ficción política fácil de digerir para los grupos sociales que les han llevado al poder. Sus relatos respondían a los cánones “clásicos”, cuya eficacia había redescubierto la flamante industria del cine: como en las tragedias griegas necesitaban crear un tipo de personajes. En las de Wilson el papel del héroe correspondía al ejército británico y al estadounidense; el representante del mal no tenía un rostro concreto pero era absolutamente identificable, se trataba del pueblo alemán; las víctimas: niños belgas con los miembros arrancados y todo tipo de vejaciones horribles. El objetivo de estos relatos: dirigir el pensamiento de los habitantes de esas potencias que entraban en el conflicto para que aceptaran ser l@s asesin@s y l@sasesinad@s. Matar y morir.
Comprender los primeros pasos de la maquinaria narrativa institucional permite adentrarse en los mecanismos que la constituyen para detectar sus huellas en nuestro imaginario y saber manejar las ofertas narrativas que hoy surcan el planeta. Aunque en cien años est@s narrador@s planetari@s han perfeccionado sus técnicas y las han hecho más rentables, de aquellas pautas vienen estos modos narrativos en los que vivimos. Aquella “Comisión Creel” era una identidad falsa construida para mover la voluntad de la ciudadanía al margen de los cauces políticos oficiales. En vez de paredones o ministerios de propaganda, Wilson eligió un polifacético grupo de personas influyentes (formado por intelectuales progresistas, figuras destacadas de los medios de comunicación y empresari@s interesad@s en obtener beneficios económicos) y compartió con ellas una esfera del poder.
Técnicas de persuasión basadas en el uso del lenguaje
Uno de aquellos individuos que formaron parte de la élite formada por Creel fue el economista John Perkinks. Tal y como reconoce en su libro Confesiones de un sicario económico. La cara oculta del imperio americano[1], su papel fue participar en la creación de técnicas de persuasión basadas en el uso del lenguaje. Estas estrategias dieron tan buenos resultados, que siguen vigentes:
“Hoy trabajamos de muchas diferentes maneras, pero quizás la más común es identificar un tercer país del mundo que tenga los recursos que nuestras corporaciones codician, tal como el petróleo, y entonces nosotros arreglamos un préstamo inmenso a ese país del Banco Mundial o de una de sus organizaciones hermanas. El dinero nunca va verdaderamente al país. En su lugar, va a las corporaciones de los EE.UU., para que construyan infraestructuras grandes como generar electricidad, proyectos de infraestructura, parques industriales, puertos, carreteras que benefician a unos pocos, a gente muy rica pero nada llega al pobre. (…) Ellos, y el país entero, se quedan debiendo una inmensa deuda, y es tan grande que el país no la puede devolver. Así que en algún punto en el tiempo, nosotros volvemos al país y les decimos: «miren, ustedes saben, ustedes nos deben mucho dinero. Ustedes no pueden pagar su deuda, así que ustedes tendrán que darnos algo. (…) Cuando estos economistas fallan, llamamos a «los chacales,» que es gente que entra a derrocar los gobiernos o asesinar a sus líderes, que salen también de la industria privada”.
La Comisión Creel demostraba que la suma perversa de conocimientos de las personas más ambiciosas, las antiguas élites y quienes esperaban formar parte de ellas, podía dar unos resultados impactantes sin necesidad de recurrir a los golpes de estado o las armas. La industria cinematográfica había demostrado que la imagen eran tan convincente que podía ser más creíble que la propia realidad, de modo que aquellos intereses encontraron un buen cauce. Se trataba de crear entre todos una narración audiovisual lo suficientemente creíble como para instalarse en el imaginario colectivo. El hecho que sus narrador@s ocuparan puestos influyentes permitía el “efecto dominó”.
La segunda parte de este artículo se publicará a mediados de la próxima semana. Puedes asomarte a él en este link: https://ecohabitar.org/author/marta_zein/