El día era lo suficientemente ventoso como para que los veleros eligieran permanecer amarrados en el puerto de Finikas y el capitán y yo apostáramos por recorrer Syros en moto. La isla es tan pequeña que en un día nos sobrarían horas para rebañar sus rincones por carretera, así que nos pusimos en marcha como siempre: con deleite goloso.
El capitán tiene preferencia por alcanzar los miradores y las cumbres, de modo que ellos marcaron nuestra ruta. Los miradores sobre la costa sacian su necesidad de reconocer las bahías en las que es posible fondear, ya sea porque estuvimos o porque estaremos. Además está esa persistente voluntad de avistar las invisibles focas incluso desde tierra. Sobre el tema de la apuesta por lo empinado… Según un estudio que llevo realizando desde hace años, la combinación de cromosomas xy impulsa a sus portadores a subirse a lo más alto, no importa si es un campanario o el último monasterio que aparezca en lontananza, el caso es aproximarse al cielo para abarcarlo todo con un golpe de vista, o para sentirse el rey león o uno de esos halcones que a veces nos encontramos, o para algo que aún no logro descifrar, la verdad, por eso sigo con mis investigaciones.
La mirada periférica
La cuestión es que aquel día ventoso en el que todas las personas del puerto amanecimos con manga larga, calcetines, cortavientos y en algunos casos gorros de lana, alcanzamos Megastar Gialos hasta que la carretera se convirtió en camino de piedras y nos obligó a regresar sobre nuestros pasos. De nuevo sobre el desigual asfalto, el capitán dio un frenazo. ¿Aquella mancha negra que veía en la orilla era una tortuga?
En estos casos, para evitar el pensamiento de que estoy perdiendo la vista a pasos agigantados y convencerme que una vez más no estoy mirando hacia el lugar equivocado, me recuerdo que los animales tienen una mayor visión periférica (campo visual más amplio) que las personas, lo que les permite ver mejor el entorno que les rodea, lo que confirma que el capitán tiene mucho de animalillo.
Pusimos pie en tierra. Se trataba de un cormorán hambriento aleteando bajo el agua tras un pececillo, al que no lograba alcanzar. Desde lo alto de las rocas podíamos distinguir cómo su cuello largo seguía a su pico, punta de flecha insaciable. Intentando entender por qué sus carreras eran circulares y tan pegadas a la orilla, descubrimos bajo unos tamariscos a dos señoras que, sin dejar de hablar, les echaban trozos de pan. Aquella escena era capaz de retener el tiempo y a nosotros en él. Aparcamos la moto y nos acercamos a ellas. Quería ver sus rostros, reconocerlas, compartir un buenos días (Kalimera). Me hubiera quedado con gusto en aquel rincón y asistir a su charla aunque no la entendiera, sólo para pintar el momento con las acuarelas, pero aquel encuentro a orillas del mar era íntimo, hecho sólo para ellas dos.
Unos hipotéticos raíles en el agua
Unos cientos de metros más allá vimos, desde nuestra lentísima moto, a una pareja de ancianos que echaba la mañana mirando el mar. Permanecían inmóviles, sentados bajo un parasol de metal semejante a los de las paradas de autobús, con los pies descalzos. Se dejaban tocar por la intensa y fría brisa. Quise de nuevo bajar y pintarles, pero me dejé llevar por esa escena de la película “El viaje de Chihiro” en el que la protagonista se sube a un tren cuyos rieles están sumergidos en el agua y al llegar a la estación es arropado por las olas. Cuando regresé a mí, ya habían desaparecido a mis espaldas, aún así, creí oír que la mujer decía, con voz de niña: “Tenga, voy a Fondo del Pantano”. (Recomiendo que pinchéis el link anterior para disfrutar de la banda sonora del maravilloso Joe Hisaishi)
“¿Un oúzo?”, gritó el capitán para lograr imponerse al viento, al ruido del motor y a mi imaginación. Acepté la propuesta. Éramos la segunda mesa ocupada en esa hora en que un mes antes probablemente todas estuvieran llenas. Envueltos en la calma, nos dejamos arrullar por el no tiempo como todas esas personas con las que nos habíamos cruzado. Conscientes de estar retrasando nuestro encuentro con la productividad y las plusvalías, aquel dejarnos tocar era una pequeña afirmación de nuestra rebeldía. Navegar en estas fechas es una apuesta que nos permite palpar los yugos de la cultura a la que pertenecemos. Es un ejercicio de desprendimiento y desapego que, después de 14 años de navegación, va dejando huella en nuestra forma de entender la vida común y propia.
Esclavos los viernes, esclavistas los sábados
La explotación a la que nos somete el capital se hace evidente en lugares como aquella taberna, que en otro momento hubiera estado hasta arriba de seres esparciéndose con la única intención de drenar su herida antes de volver a la gran fábrica en la que hemos convertido este planeta. En esa terraza agotada en la que ya no reponían la oferta de helados porque en breve ya nadie los consumirá, se hacía evidente que nuestro tiempo de ocio es un vacío con la forma de ese lleno al que llamamos ”jornada laboral” y al salirnos del molde, aunque sea de forma leve, sentimos y vemos las otras posibilidades.
Lo peor de formar parte de ese alivio hasta proclamarlo como un derecho, el derecho al descanso, es que en realidad sólo conseguimos dejar de ser explotados por un tiempo para volvernos explotadores. Los rostros cansados y aún así sonrientes de quienes nos atienden en esta recta final del verano nos recuerdan que quienes nos acostamos esclavos el viernes nos levantamos esclavistas el sábado, ese es el drama de la mayoría de las islas del Mediterráneo, de los destinos turísticos, de Mallorca: una rueda de la que formamos parte.
El hecho de permanecer unos días más en los espacios en los que se llevó a cabo esta servidumbre y habitarlo con el silencio de quien participa de un lugar convaleciente, enciende nuestro espíritu crítico, moldea nuestro hacer, y llena de actos lo que decimos. Es precisamente en las preguntas que se despiertan por tardar en ponernos los zapatos unas semanas donde reside el verdadero viaje. Son estos puertos aún acogedores, casi olvidados, en los que las conversaciones siguen siendo internacionales pero ya sin barullo, casi a media voz, los que facilitan que revisemos nuestra condición isleña más allá de los lamentos.
No somos anacoretas y esto no es un refugio
No olvidamos. Sabemos, por ejemplo, que el próximo martes, 27 /el día en el que viento volverá a cerrar la puerta que hoy abrió y volverá a retenernos en algún lugar, según las previsiones), se llevará a cabo en Mallorca el Collapse Tourism Day, una movilización que quiere reivindicar las consecuencias de esta industria precisamente en el Día Mundial del Turismo. Las entidades convocantes denuncian la emisión en masa de gases contaminantes, la precariedad de los contratos laborales durante la época estival, la dificultad por parte de los residentes para encontrar vivienda… Pero ¿ante quién están clamando?
Quienes han subido a bordo del GoOn saben que los explotadores del sábado, ignorantes de tal condición, despertamos explotados el lunes. Los destinos turísticos son el escenario genuino de esta transformación, tal y como hace evidente esta convocatoria, en la que Palma se ha enlazado a otras ciudades del sur europeo como Lisboa, Marsella, Donostia, Nápoles, Venecia y Ajaccio (Córcega). Sólo estas dos últimas localidades y Palma están ubicadas en una isla. El tamaño sí es relevante. Una isla nos recuerda que el territorio no es infinito, que este planeta es limitado, que deberíamos dejar de creer que somos inmensos.
Los sabadófilos.y la teoría Gaia
Me preguntaba en una de las últimas crónicas hasta qué punto Mallorca se está convirtiendo en una trituradora de sueños. Volvamos a ese sábado que nos hace esclavistas, a ese sábado en el que creemos que es posible satisfacer nuestros sueños, al fin, lejos de la esclavitud de los viernes. En ese momento de nuestras vidas, deslumbrados por nuestra recuperada libertad, nos situamos en un lugar que no sólo es un espacio concreto sino un lugar de poder. Ese sueño individual puede resonar en la mirada extasiada de otros sabadófilos, que creen que por ello comparten espíritu y destino, aunque todos y cada uno sean el eje de esa acción con la que querrían transformar el mundo. Quizás esto explique por qué las mismas iniciativas que claman, por ejemplo, el fin de la saturación, se multiplican una y otra vez con diferentes nombres, resonando y desoyéndose al mismo tiempo.
El número de habitantes de Syros (15.000) es menor que la media de crecimiento poblacional de Mallorca. Hay años que han llegado a nuestra isla 80.000 personas con un sueño bajo el brazo mientras que 50.000 se iban sin haberlo cumplido, porque, si así hubiera sido, ¿no habría cambiado nuestra realidad? Desde esta orilla, desde aquí, en la lentitud de una isla que pronto será olvidada, este flujo de personas parece obedecer a una lógica absolutamente individual. Los que se fueron, ¿regresaron a su lunes con la certeza de ser los explotados pero, con el peso del fracaso en sus espaldas? Los que llegaron, ¿acaso creen que en Mallorca siempre es sábado? Mientras alargaba los sorbos de la tisana caliente se me ocurrió una idea feliz: Que la isla sea una trituradora de sueños podría ser una señal de resiliencia, quizás su territorio/cuerpo vomite aquello que le sentó mal mientras espera que la cura llegue. Algo así como una particularización de la teoría de Gaia, que considera a la tierra como un súper organismo que, afectado por las actividades humanas, se revuelve contra ellas generando fenómenos que las contrarrestan. Algo así como Gaia, en plan fractal, a escala balear.
Un bañito en el escenario de nuestra explotación
La terraza estaba pegada a un pequeño muelle con unas escaleras de metal que permiten entrar en el mar como si fuera una piscina. Agarrada a la taza como si fuera la bufanda de mis dedos, seguí el lento ir y venir de un reducido grupo de señoras en bañador. Entraban en el agua con su gorro y sus gafas de sol, sin manifestar ni el menor escalofrío y sin perturbarse por el escándalo de las olas. Sus cuerpos habrían superado los setenta pero la firmeza de sus gestos y de sus cuitas eran capaces de eternizar el tiempo. Recordé a mis amigas, a la magia atemporal de la camaradería y la fraternidad, al lazo que creamos los seres humanos cuando compartimos la misma realidad física y nos dejamos tocar. Los esclavos hemos olvidado que la creación de intimidad es un acto de rebeldía, quizá esa fue nuestra primera sumisión.
Cuando las personas sometidas a la productividad regresamos a nuestro quehacer y abandonamos los lugares en los que fuimos capataces, los heridos por nuestro bullicio vuelven a hacer acto de presencia con el alivio de quien deja atrás una tormenta. Son aquellas personas que por edad o condición permanecen en los márgenes del capital, aquellas que echan pan a los peces, alimentan a las ocas que se guarecen en el puerto, madrugan para lanzar la caña en el muelle aún sabiendo que quizás no pesquen, quienes tardan en levantarse de su silla para preguntarte qué deseas tomar porque las urgencias ya quedaron atrás.
Poner un rostro y no tanto dar un nombre
Por eso me gusta navegar hasta saludar al otoño, porque me permite poner rostro a quienes esclavizamos y desde ahí honrarles de la única manera válida: aquietándonos a su lado, dejarnos tocar por sus vidas, creando intimidad. Cuando la onda de visitantes (esa que tanto nos duele en Mallorca) ha abandonado el lugar de la explotación, regresa el tiempo que necesitan las patatas para dorarse en el horno, el que logra calmar al viento cuando baja el sol, el que tarda en afinarse una guitarra a bordo. El tiempo que da a los vínculos el espacio que necesitan y viceversa. Eso es, quizá, lo que nos duela: la imposibilidad de la intimidad compartida.
Quizás la puerta de salida estribe en lograr que el espacio común se vuelva íntimo, al margen de las instituciones, de las reglas del capital, de los individualismos. Quizás el papel del Estado debiera ser el saber retirarse para que la ciudadanía pudiera volver a ser pueblo. Quizás la única función de la clase política sea arrebatar el poder que le robó el capital mientras nosotros nos deshacemos de todas las torres, las pirámides y los palacios.
Mallorca a la venta
Hace unos días llegó al GoOn la noticia de que el valor de las possessions más importantes de Mallorca que ahora están en venta alcanza más de 1000 millones de euros. Es innegable que las élites adineradas que han acumulado poder se están repartiendo la isla en una nueva conquista, ocho siglos después de la que encabezó Jaume I, mientras el resto seguimos malsoñando. Ellos los nuevos nobles, dueños absolutos de vidas y haciendas. Los que antes soñaban con el poder ahora lo detentan convencidos que el soberano capital les concederá un poder infinito, ilimitado. Creyentes burdos y dañinos de su propia divinidad.
Aquella mañana, durante nuestro dulce viaje en moto por el interior de Syros, fuimos enlazando los pequeños detalles de quienes resisten en los márgenes de las poderosas ambiciones (la versión más perversa de los sueños). A estas alturas en las que hoy recuerdo nuestro recorrido mientras el mar vuelve a pasar por nuestra quilla, caigo en una paradoja: en los lugares abandonados por el capital crece una vida resiliente en la que apenas hay sombra, habitada por los olvidados sin nombre, (ni usuarios, ni pacientes, ni ciudadanos, ni votantes, ni legales, ni ilegales…) y de repente amo las cicatrices de este planeta.